25 April 2024
 

Marzo 2012. P. Vicente Gallo S.J. A la sentencia de la Biblia “Los dos serán una sola carne”, Jesús añadió: “Y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Pero de hecho son dos; no solamente varón el uno y mujer la otra, lo que ya marca características muy diferentes; sino personas distintas y con rasgos distintos en su personalidad, cada uno como persona de veras distinta.

Precisamente eso los hace complementarse y hacerse más felices en ese mutuo enriquecimiento. Pero, a la vez, ello puede ser causa de tantas “diferencias” que ellas ocasionarán muchas fricciones y dificultades en la vida de relación.

El enamorarse cada día tiene que evitar que esas diferencias se conviertan en distanciamientos o en incompatibilidades. Cuando se enamoraron, y hasta al casarse, muchas de esas diferencias no se hicieron visibles; porque “el amor es ciego” y porque hay cosas de nosotros mismos que no nos gusta descubrirlas a nadie, las dejamos ocultas porque pensamos que nos harían inaceptables para el otro. Hay en nuestro propio ser eso que llamamos “vulnerabilidad”,

que es el temor instintivo de que alguien, conociéndonos bien, se aproveche de nosotros, que nos ataque en nuestro punto débil, o sencillamente que nos juzgue mal. Y ese ocultamiento instintivo, permanece también después de casarse durante más o menos tiempo, pues, a la larga todo termina descubriéndose.

Pero ocurre que el manifestarnos solamente con algunos aspectos de nuestra persona y ocultar sistemáticamente otros, nos hace creer que somos así como nos manifestamos, y que no podemos ser de otra manera. Al creernos así, nos limitamos en nuestro crecimiento personal, marginando el trabajar sobre ciertos defectos para eliminarlos o para transformarlos en auténticos valores.

Sería el caso del sentir “envidia” de las cualidades, las destrezas o la dedicación y el empeño que vemos en otros: si, como se nos ha dicho que la envidia es cosa mala, nos reprimimos para no sentirla ni dejarla traslucir; y estamos así matando la sana virtud de la “emulación”, no esforzándonos para ser o tener nosotros lo que vemos en ese otro al que envidiamos.

En cualquiera de los que llamamos “pecados capitales”, podríamos encontrar ejemplos semejantes: porque todos esos instintos no son “pecados”, sino “las fuentes de los pecados”; pero que en sí mismos son instintos vitales necesarios para hacernos “personas valiosas”, alcanzando con ellos auténticos valores y logros importantes como personas. Son de hecho “fuentes del pecado” cuando no los mantenemos bajo control y los dejamos buscar objetivos malos o realizarlos de hecho. Pero no son pecado si los controlamos debidamente como “personas” responsables y no simples animales.

Para crecer es necesario tener estimación propia, y también tener ambiciones, así como tener coraje y rabia ante las dificultades para superarlas. También es necesario el instinto del goce sexual, para procrear, y para fusionarse en la unión amorosa de compartir juntos ese instinto. Igual que es necesario saber gustar la comida y la bebida, que Dios es quien las hizo deliciosas para que no perdamos el apetito de alimentarnos de ellas y saber darle gracias por sus dones de Padre previsor. Es, por fin, necesaria la emulación, apetecer lo que tienen o alcanzan otros. Y necesitamos el deseo del descanso, para no perecer trabajando sin medida, o vivir para trabajar en vez de trabajar para vivir. Esos son los siete instintos capitales que sin más se los califica de “pecados” equivocadamente.

P. Vicente Gallo S.J.

Hay otra mala consecuencia en ese ocultamiento de algunos aspectos que son parte de nuestro ser; y es que no nos damos al otro en nuestro verdadero ser o valer, sino solamente en lo que nos creemos ser más aceptables. Puede ocurrir, a la vez, que estemos amando también al otro tal como él se nos presenta, y no como él es en realidad: o juzgándolo como le hemos conocido, según eso superficial e incompleto con que se nos presentó, sin admitirle con lo que un día podamos descubrir en él, algo que antes no conocíamos.

Sin embargo, como ha de suceder que en el correr de los días el uno y el otro manifestarán esos aspectos que habían mantenido ocultos aun sin mala voluntad, podrá sobrevenir entonces una verdadera crisis en el amor. Porque al casarse dijo cada uno de ellos “yo tomo a este (hombre o mujer) como esposo/a”. Y llegará a creer fácilmente que “éste no es el que yo tomé para mí”, sino distinto. De ahí proceden muchas separaciones matrimoniales.

La verdad es que “Dios no hizo basura” cuando hizo al uno o al otro. Sino que Dios los hizo a cada uno “un ser único, bueno, y digno de ser amado”. Los hizo con muchos valores o virtudes, dentro de la gama de valores o virtudes que son posibles, mas no con todas ni en el mismo grado; y con unas carencias y defectos o antivalores, que serán también más o menos en número y en gravedad. Pero justamente es así, cada uno como es, o como puede llegar a ser con su esfuerzo y la ayuda del otro, como se han enamorado y como se casan “para amarse, respetarse y ayudarse todos los días de su vida”.

Entendiendo, repito, que “todos los días de su vida” no quiere decir solamente “hasta el final de la vida”, sino “todos los días”, cada día de su vida, en los días de luz y en lo de nubarrones, y también en los días tontos, “sin pena ni gloria”, que se van pasando sin darse cuenta quienes los viven. Siempre, cada día, la tarea más importante es hacer lo posible para vivir enamorados y cada día más de veras; amándose más todos los días, “hasta el final de la vida”.

Amándose más cada uno a sí mismo, para darse al otro con mayor ilusión, con mayor fe en el otro; que también él, entonces y así, se amará más a sí mismo, con mayor capacidad de soportar todo lo negativo del otro con lo que también le aceptó y se casó. Siempre creciendo en el amor que los une y les da la anhelada felicidad. Valorando lo bueno que uno halle en el otro, y aceptando lo que encuentre que le falta como no podía ser de otro modo.

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Es importante saber distinguir entre las diferencias individuales, las que constituyen a cada persona y la distinguen de las otras, pero que no cambian cambiando las situaciones; y, por otra parte, los comportamientos diversos, habituales u ocasionales, en la forma de relacionarnos con el otro o con todos. Son estos los que pueden variar al cambiar la situación o la persona, ante los que estamos al vivir en relación. Son también los que debemos controlar, corregir, aprender o desaprender y olvidar. Cambiando el trabajo o el rol en el que nos desempeñamos, o las personas ante las que actuamos y nos juzgan, cambiamos instintivamente de comportamientos, sin más, en la mayoría de los casos, aunque sigamos siendo los mismos; mucho más, cambiando nuestras actitudes con las que nos miramos en la relación

Es necesario que estemos muy atentos para conocer qué comportamientos míos le gustan o molestan al otro o los otros, cuáles los hacen felices y cuáles los decepcionan; para saber comportarse, y para cultivar o desechar esos modales. Lo mismo interesa el saber qué me hace “entrador” con la gente o qué me hace no caerles bien. También, qué aspectos de mi personalidad resalto comúnmente, y cuáles oculto tontamente, sobre todo con mi pareja. Cómo me comporto cuando me siento inseguro ante alguien, mi pareja sobre todo, y por qué siento esa inseguridad.

Del mismo modo, interesa conocer qué debilidades o puntos débiles míos resultan de veras rechazables, o cuáles resultan no sólo aceptables, sino hasta divertidos y simpáticos, pero que aun así los debo controlar. Y percatarme de que, aunque los elogios me ruboricen, me agrada recibirlos y me hacen crecer; para yo saber también elogiar oportunamente.

Pero de todas las maneras, importa tener el convencimiento de que Dios me ama como El me hizo y como soy con ello, porque con ello soy digno de ser amado. Igual que, de la misma manera, Dios ama al otro como él es, porque así le hizo El. Si Dios ama así al uno y al otro, ¿por qué no hemos de amarnos nosotros también?

Lo que Dios no quiere, aunque a pesar de ello me ame, es lo malo que yo pongo en mis comportamientos, ni tampoco lo que estoy siendo porque no me cultivo para ser otra cosa. Pero no debo ocultar mis valores, sino cultivarlos para así ser mejor y darme al otro más de veras y más valiosamente. Dios también quiere que te dejes amar, que te dejes perdonar y que te dejes ayudar por aquel con quien vives unido en el amor. Porque definitivamente, siendo dos, y siendo distintos, es como Dios los hizo para que se amen tanto como El los ama, sin arrepentirse nunca, sino siempre alentándolos a crecer.

Dios siempre nos perdona, con un perdón que es “mandar nuestros pecados hasta el fondo del mar”, dice un Profeta. Nos perdona y nos sana; para poder de nuevo hallarnos hermosos a sus ojos divinos, dignos del enamoramiento que nos tiene. Porque Dios se goza en el Amor, lo que es El; no en el rencor ni en la venganza. “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. ...El que no cree, ese está condenado: porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios”, dice el Evangelio de San Juan.

Amándose con ese amor con que Dios los ama, los esposos cristianos deben saber perdonarse también con ese mismo perdón con el que Dios los perdona cuando humildemente se acercan a ser perdonados por medio de la Iglesia, que es por medio de la cuál Dios los hace suyos: cuando aún no lo eran y cuando hayan dejado de serlo. Siendo su Iglesia ya por el Bautismo, y como pareja por el Sacramento del Matrimonio, no puede estar permitido a esos esposos el no perdonarse, ni el perdonarse de cualquier manera, lo cuál sería dejar abierta la herida de la ofensa. Sería entonces la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo, a quien se dejaría con esa herida tan dolorosa para Dios.