3 May 2024
 

17 Febrero 2013.  Para algunas personas perdonar es signo de debilidad; otras lo consideran un contrasentido porque lo suponen un atentado contra la justica; hay quienes piensan que el perdón se deba condicionarse al ajuste de cuentas o en el mejor de los casos, a la rectificación del agresor. También es frecuente que alguien asegure que perdona cuando en el fondo no está dispuesto a olvidar; o que le parezca razonable perdonar hasta un cierto límite, porque lo contrario resultaría intolerable. O que incluso se considera incapaz de perdonar determinada ofensa, aunque quisiera hacerlo. Autor: Mayra Novelo   Fuente: Catholic.

No podemos ocultar que el tema del perdón es difícil, pero mucho más difícil es el vivirlo. Más debemos reconocer que el perdón es uno de los medios más importantes para alcanzar la felicidad porque estabiliza el alma y la llena de paz.

Para tener éxito en este Taller se recomienda a los participantes que, que para el mejor aprovechamiento del mismo, se procure ser sincero consigo mismo, especialmente en aquellos puntos en los que de alguna manera pueda verse reflejada su situación personal.

Primera parte: Lo que es el resentimiento

Tema 1

Los estímulos y la respuesta personal

Para saber cómo debo evitar algo que me hace daño, debo conocer qué es, de dónde viene y cómo actúa. Explicaremos lo qué es el resentimiento, sus estímulos y la respuesta que personalmente podemos dar ante ellos.

El resentimiento suele aparecer como una reacción a un estímulo negativo que nos hiere. Ordinariamente se presenta en forma de ofensa o agresión. No toda ofensa produce un resentimiento, pero todo resentimiento va siempre precedido de una ofensa.

Los estímulos del resentimiento

Las ofensas que causan resentimiento pueden presentarse de diversas formas:

1. Acción, de alguien contra mí: cuando me agreden físicamente, me insultan o me calumnian.

2. Omisión, cuando no recibo lo que esperaba como una invitación, un agradecimiento por el servicio prestado o el reconocimiento por el esfuerzo realizado.

3. Circunstancias: se puede estar "resentido" por la situación socioeconómica personal, por algún defecto físico, o por las enfermedades que se padecen y no se aceptan.

En cualquiera de los casos anteriores, el estímulo que provoca la reacción del resentimiento puede ser real y ser juzgado por el la persona ofendida con objetividad. Puede tener fundamento real pero estar exagerado por el sujeto, como aquél que considera que recibió un golpe de graves consecuencias cuando a penas lo tocaron, o el que piensa que nunca le agradecen sus servicios, porque en una ocasión concreta no le dieron las gracias, o el que se siente invadido de cáncer cuando sólo tiene un tumor incipiente.

La reacción del resentimiento también puede responder a un estímulo imaginario, como el que interpreta una frase desagradable como intento de difamación o el que no recibe el saludo de alguien -que tal vez ni siquiera lo vio- y lo traduce como un desprecio, o el que se considera socialmente marginado por culpa de los demás.

Estas formas muestran, por tanto, en qué medida el resentimiento depende del modo como se mire una misma realidad. O más concretamente, de cómo se juzguen las ofensas recibidas (con objetividad, exageración o de manera imaginaria), esto explica el que muchos resentimientos que almacenamos sean completamente gratuitos, porque dependen de la propia subjetividad que aparta de la realidad, exagerando o imaginando situaciones o hechos que no se han producido o no están en la intención de nadie.

La respuesta personal

El resentimiento es una reacción ante la agresión que cuando no interviene la razón humana encauzando o rectificando la reacción, esta se convierte en algo negativo. Por esto lo determinante en un resentimiento no está en la "ofensa" recibida, sino en la respuesta personal.

Y esta respuesta depende de cada quien, porque nuestra libertad nos confiere el poder de orientar de alguna manera nuestras reacciones. Covey advierte en "Los 7 Hábitos de la Gente Eficaz" que "no es lo que los otros hacen ni nuestros propios errores lo que más nos daña, es nuestra respuesta. Si perseguimos a la víbora venenosa que nos ha mordido, lo único que conseguiremos será provocar que el veneno se extienda por todo nuestro cuerpo. Es mucho mejor tomar medidas inmediatas para extraer el veneno". Esta alternativa se presenta ante cada agresión: o nos concentramos en quien nos ofendió con su agravio y entonces surgirá el veneno del resentimiento, o lo eliminamos mediante una respuesta adecuada, no permitiendo que permanezca dentro de nosotros. Esto explica que una misma "ofensa" sufrida por varias personas a la vez con la misma intensidad, puede causar en unos sólo un sentimiento fugaz de dolor, mientras los otros pueden quedar resentidos para toda la vida. ¿Es posible realmente orientar nuestras reacciones ante las ofensas para que no se conviertan en resentimientos?

La dificultad para poder dar una respuesta adecuada ante una ofensa, es que el resentimiento se sitúa en el nivel emocional de la personalidad, porque esencialmente es un sentimiento, una pasión, un movimiento que se experimenta sensiblemente. Quien está resentido "se siente herido u ofendido" por alguien o por algo que influye contra su persona. Y el manejo de los sentimientos no es sencillo. Unas veces no somos conscientes de ellos y pueden estar actuando dentro de nosotros sin que nos demos cuenta. Hay quienes experimentan una especial dificultad para amar a los demás, porque no recibieron afecto de sus padres en la infancia, pero no pueden resolver el problema por desconocer la causa. Otras veces ocurre que el resentimiento queda reforzado por razones que lo justifican, cuando la persona no sólo se siente herida, sino que se considera ofendida. Cuando sucede esto, el resentimiento se arraiga más, pero sigue siendo emocional, una vivencia sensible. Si un marido es insultado por su esposa, siente el agravio y nace en él el resentimiento; si además de sentirlo, piensa que ella lo odia, este pensamiento reforzará el sentimiento que está experimentando.

Reflexión:

Cuenta una leyenda árabe que dos amigos viajaban por el desierto. En un determinado punto del viaje discutieron, y uno le dio una bofetada al otro. Éste, profundamente ofendido, sin decir nada, escribió en la arena: -"Hoy, mi mejor amigo me pegó una bofetada en el rostro". Siguieron adelante y divisaron un oasis. Torturados por la sed, ambos echaron a correr y el primero que llegó se tiró al agua de bruces sin pensarlo y, de pronto, comenzó a ahogarse. El otro amigo se tiró al agua enseguida para salvarlo. Al recuperarse, tomó un estilete y escribió en una piedra: -"Hoy, mi mejor amigo me salvó la vida". Intrigado, el amigo le preguntó: -"¿Por qué después que te lastimé, escribiste en la arena y ahora escribes en una piedra?". Sonriendo, el otro le respondió: -"Cuando un gran amigo nos ofende, debemos escribir en la arena, porque el viento del olvido se lo lleva; en cambio, cuando nos pase algo grandioso, debemos grabarlo en la piedra de la memoria del corazón, donde ningún viento en todo el mundo podrá borrarlo".

Aplicación: ¿las ofensas voluntarias o involuntarias que recibo ¿las escribo en arena para que el viento del olvido las borre o las grabo en piedra de la memoria de mi corazón?

Cuestionario práctico

El cuestionario práctico nos ayuda y llena de luz porque confronta nuestra vida con las exigencias objetivas de la vocación cristiana, haciéndonos conocer las desviaciones o avances positivos, así como la raíz más profunda de sus causas. Nos ayuda también a suscitar dentro de nosotros una actitud de contrición, al propósito de superación cuando vemos lo negativo y de gratitud con Dios cuando reconocemos con sencillez nuestro progreso. Además el católico, el cristiano es un soldado de Jesucristo que con frecuencia debe limpiar, afilar y ajustar la armadura según lo recomienda San Pablo: "Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir contra las asechanzas del diablo…y tras haber vencido todo, os mantengáis firmes" (Ef.6. 10-13)

El examen de conciencia realizado con seriedad y continuidad, es un gran medio para alcanzar el conocimiento personal, la madurez, la coherencia de vida y el progreso por el camino del bien. Nos hace sensibles al pecado y nos ayuda a superar las tentaciones, pruebas y contrariedades.

A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios conforme al criterio del evangelio.

1. ¿Me conozco a mí mismo (a)? ¿Me acepto como soy? ¿Trabajo firmemente por superar mis defectos? ¿Conozco mis cualidades?

2. ¿Acepto mis sentimientos? ¿los manejo, controlo, encauzo adecuadamente? ¿soy una persona serena y equilibrada?

3. ¿Conozco las exigencias de mi vida estado de vida: como hija (o), esposa (a), padre (madre), en mi trabajo? ¿las cumplo con agrado, dedicación, alegría?

4. ¿Me llevo bien con los demás? ¿Soy buen compañero (a), amigo (a) discreto y fiel?

5. ¿Soy capaz de trabajar en equipo? ¿participo, apoyo y colaboro con entusiasmo? ¿o me opongo a las iniciativas y demás ideas que proponen los demás?

6. ¿Soy pesimista? ¿pienso frecuentemente en mis fracasos, en mis metas no logradas?

7. ¿Sé tomar decisiones o vivo al vaivén de mis sentimientos? ¿vivo por convicciones o de acuerdo a lo que sucede a mí alrededor?

Tema 2

El auxilio de la Inteligencia y la Voluntad

Hablamos de algunas dificultades que encontramos para configurar la respuesta conveniente ante una ofensa. Dijimos que el resentimiento se sitúa en el nivel emocional de la persona, que la persona resentida "se siente" herida, se "considera" ofendida. Estos sentimientos se arraigan cuando los estimulamos constantemente.

El auxilio de la Inteligencia

            Sin embargo, estas dificultades no son insuperables si hacemos buen uso de nuestra capacidad de pensar. La inteligencia se forma cuando aprendemos a pensar, cuando descubre por sí misma, cuando lee el interior de las realidades. El conocimiento propio, mediante la reflexión periódica sobre nosotros mismos, nos permite ir conectando las manifestaciones de nuestros resentimientos con las causas que lo originan, y en esta medida, nos vamos encontrando en condiciones de entender lo que nos pasa, lo cuál favorecerá a encontrar la solución.

Si al analizar las ofensas que hemos recibido hacemos un esfuerzo por comprender por qué el ofensor actuó de esa manera y por comprender la razón de su modo de proceder en esa determinada circunstancia, nuestra reacción negativa se verá reforzada por estos pensamientos más objetivos y en muchos casos desaparecerá el resentimiento experimentado por debilitamiento del estímulo, por falta de refuerzo que agigante el sentimiento. Cuando un hijo recibe una reprensión de su padre porque se portó mal, si es capaz de entender la intención del padre que sólo busca ayudarle mediante esta llamada de atención, podrá incluso quedar agradecido. Esto refleja en qué medida nuestra inteligencia puede influir, descubriendo motivos o proporcionando razones, para evitar o eliminar los resentimientos. Se trata de una influencia directa -Aristóteles hablaba de un dominio político y no despótico de lo racional sobre lo sensible-, que modifica las disposiciones afectivas y favorece la desaparición del veneno. Esto es principalmente claro en los casos en los que la supuesta ofensa se interpretó inicialmente de manera exagerada o imaginaria.

La intervención de la voluntad

            Otro recurso con que contamos para echar fuera de nosotros el agravio, sin tenerlo, incluso en el caso de las ofensas reales, es nuestra voluntad, por su capacidad de auto determinarse, pues como acertadamente advierte Carlos Llano, "la causa eficiente- efectiva, física, psíquica, real- de la voluntad es la voluntad misma". En efecto cuando recibimos una agresión que nos duele, podemos decidir no retenerla para que no se convierta en un resentimiento. Eleanor Roosevelt solía decir: "Nadie puede herirte sin tu consentimiento", lo cual significa que depende de nosotros que la ofensa produzca una herida. Gandhi afirmaba ante las agresiones y maltrato de los enemigos: "Ellos no pueden quitarnos nuestro auto respeto, si nosotros no se lo damos". Ciertamente este no es un asunto fácil, porque dependerá da la fortaleza del carácter de cada persona para orientar sus reacciones en esta dirección. Marañón advertía que "el hombre fuerte reacciona con directa energía ante la agresión y automáticamente expulsa, como un cuerpo extraño, el agravio de su conciencia". Esta elasticidad salvadora no existe en el resentido". Es interesante que la voluntad fuerte en este terreno se caracterice por ser elástica, más que dura o insensible, en cuanto que su función consiste en echar fuera el agravio que realmente se ha sufrido, en no permitir que se convierta en una herida que contamine todo el organismo interior.

En quien carece de esta capacidad de dirigir su respuesta por falta de carácter, porque no ha sabido fortalecer su voluntad, la ofensa, además de provocar una emoción negativa, se repite y el sentimiento permanece dentro del sujeto, se vuelve a experimentar una y otra vez, aunque el tiempo transcurra. En esto precisamente consiste el resentimiento: "Es un volver a vivir la emoción misma, un volver a sentir, un re-sentir". Algo muy distinto del recuerdo o de la consideración intelectual de la ofensa o de las causas que lo produjeron. Más aún, una ofensa puede ser recordada al margen del resentimiento, por la sencilla razón que no se tradujo en una reacción sentimental negativa y, en consecuencia, no se retuvo emocionalmente. En cambio, el resentimiento es un re-sentir, un volver a sentir la herida porque permanece dentro, como un veneno que altera la salud interior: "la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha alimentado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el resentimiento. Es significativo que algunas personas que están resentidas refieran las ofensas de que han sido victimas con tal cantidad de detalles que uno pensaría que acaban de ocurrir; cuando se les pregunta cuándo tuvieron lugar esos terribles hechos, su respuesta puede remontarse a decenas de años. La razón por la cual son capaces de describir lo sucedido con lujo de detalle es porque se han pasado la vida concentrada en tales agravios, dándole vueltas, provocando que la herida permanezca abierta. "Por tanto, podemos concluir que: resentimiento= sentirse dolido y no olvidar".

La voluntad débil es también origen de resentimientos por otra razón, más sutil, pero ciertamente real. Al no alcanzar lo que desearía o al no lograr lo que se propone, la voluntad influye sobre el entendimiento para que éste deforme la realidad y quite valor a aquello que no ha podido conseguir. En otras palabras "el resentimiento consiste en una falsa actitud respecto de los valores. Es una falta de objetividad en el juicio y de apreciación, que tiene su raíz en la flaqueza de la voluntad. En efecto, para alcanzar o realizar un valor más elevado hemos de poner un mayor esfuerzo de voluntad. Por lo cual, para librarme subjetivamente de la obligación de poner ese esfuerzo , para convencerme de la inexistencia de ese valor, el hombre disminuye su importancia, le niega el respeta a que la virtud tiene derecho en realidad, llega a ver en ella un mal a pesar de que la objetividad obliga a ver en ella un bien. Parece pues que el resentimiento posee los mismos rasgos característicos que el pecado capital de la pereza. Según santo Tomás, la pereza es "esa tristeza que proviene de la dificultad del bien".

Reflexión:

            En la antigua Grecia, Sócrates fue famoso por su sabiduría y por el gran respeto que profesaba a todos. A él se le atribuye la siguiente anécdota...

Un día un conocido se encontró con el gran filósofo y le dijo:

- ¿Sabes lo que escuché acerca de tu amigo?.

- Espera un minuto -replicó Sócrates-.

Antes de decirme nada quisiera que pasaras un pequeño examen. Yo lo llamo el examen del triple filtro.

- ¿Triple filtro?

- Correcto -continuó Sócrates-. Antes de que hables sobre mi amigo, puede ser una buena idea filtrar tres veces lo que vas a decir. Es por eso que lo llamo el examen del triple filtro.

El primer filtro es la verdad. ¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto?

- No -dijo el hombre-, realmente solo escuché sobre eso y... Bien -dijo Sócrates- , entonces realmente no sabes si es cierto o no.

Ahora permíteme aplicar el segundo filtro, el filtro de la bondad. ¿Es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo?

- No, por el contrario...

- Entonces, deseas decirme algo malo sobre él, pero no estás seguro de que sea cierto.

Pero podría querer escucharlo porque queda un filtro: el filtro de la utilidad. ¿Me servirá de algo saber lo que vas a decirme de mi amigo?

- No, la verdad que no. Bien -concluyó Sócrates-, si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno, e incluso no me es útil, ¡¡¡¿para qué querría yo saberlo?!!!

Aplicación: este sentimiento de dolor que siento por esta ofensa recibida ¿Es verdad? ¿Me hace bien recordarlo? ¿Me es útil mantenerlo?

Cuestionario práctico

            El cuestionario práctico nos ayuda y llena de luz porque confronta nuestra vida con las exigencias objetivas de la vocación cristiana, haciéndonos conocer las desviaciones o avances positivos, así como la raíz más profunda de sus causas. Nos ayuda también a suscitar dentro de nosotros una actitud de contrición, al propósito de superación cuando vemos lo negativo y de gratitud con Dios cuando reconocemos con sencillez nuestro progreso. Además el católico, el cristiano es un soldado de Jesucristo que con frecuencia debe limpiar, afilar y ajustar la armadura según lo recomienda San Pablo: "Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir contra las asechanzas del diablo…y tras haber vencido todo, os mantengáis firmes" (Ef.6. 10-13)

 

El examen de conciencia realizado con seriedad y continuidad, es un gran medio para alcanzar el conocimiento personal, la madurez, la coherencia de vida y el progreso por el camino del bien. Nos hace sensibles al pecado y nos ayuda a superar las tentaciones, pruebas y contrariedades.

            A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios conforme al criterio del evangelio.

1. ¿Me preocupo por cultivar mi inteligencia? ¿Estudio y me capacito para superarme?

2. ¿Soy capaz de analizar las situaciones, los problemas? ¿Les doy pronta solución? ¿Soy indeciso?

3. ¿Cómo es mi voluntad? ¿Fuerte? ¿Luchadora? ¿Perseverante?

4. ¿Soy capaz de pedir consejo? ¿Creo que sólo yo tengo las respuestas y la razón? ¿Recurro a personas que realmente puedan orientarme cuando lo necesito?

5. ¿Pienso que sin abnegación y sacrificio se pueden alcanzar grandes metas?

6. ¿Si algo me molesta se lo ofrezco a Dios? ¿Me muestro molesto (a) e impaciente ante todo aquello que me mortifica? ¿Es norma en mi conducta el hacer lo que me agrada y es cómodo?

7. ¿Necesito con mucha frecuencia una palabra de ánimo para seguir adelante? ¿O me basta la conciencia y la voluntad?

8. Cuando fracaso o me va mal en algo ¿el mundo se me cae encima? ¿Busco hacer nuevo esfuerzo de superación y no me dejo llevar por el sentimiento de derrota?

9. ¿Cualquier actitud de los demás que no concuerda con lo que me agrada, ¿me desconcierta y enfada? ¿resto importancia a estas pequeñas contrariedades?

10. ¿Domino mi temperamento cuando practico algún deporte o juego? ¿Sé ganar con equilibrio? ¿Sé perder con nobleza? ¿Tengo dominio en mis palabras?    

Tema 3

Un veneno a evitar

Sentirse, lamentarse o resentirse

            La forma de reaccionar ante las ofensas suele estar muy relacionada con los rasgos temperamentales. Por ejemplo la persona que es muy emotiva siente más una agresión que el que no es tan emotivo; la persona que vive más las cosas en el interior (secundaria), suele retener más la reacción negativa ante una ofensa que la persona que olvida con facilidad lo que siente cuando vive las situaciones (primaria); y la persona que es activa cuanta con más recursos para dar salida al sentimiento negativo que provoca la ofensa que el que es menos activo.

Hay un modo de reaccionar ante la ofensa que se caracteriza ante todo por su pasividad; consiste en distanciarse de quien ha cometido la agresión, en ocasiones incluso retirándole la palabra. Son estas personas cuya susceptibilidad está a flor de piel. Es tan fácil ofender a una persona de estas, basta con rozarle la ropa, darle un pequeño empujón, involuntario desde luego, en el tumulto del autobús; quedarse viendo por un segundo a la esposa, así sea para constatar su fealdad, porque dos segundos ya no se resistiría; saludarlo con cara seria, simplemente porque uno trae dolor de muelas. A estas personas susceptibles no hay que tocarlas ni con los pétalos de una rosa, porque se siente. Para ellas estar sentido con alguien es lo mismo que estar dolido, triste, enojado por algún desaire que les hicieron. Muchas veces real y muchas más, aparente.

La imaginación de una persona “que se siente” trabaja horas extras viendo moros con trinchete, donde no hay moros ni trinchetes. Es como su estado natural creer ver aquí y allá malas caras, malas voluntades, siempre en espera de lo peor, temerosa a cada paso de la emboscada, con lo que ella misma se abre una fuente de sufrimientos y pequeños odios más o menos gratuitos.

Otras veces la reacción se manifiesta en simples lamentaciones y protestas verbales, que son como un desahogo de quien está sentido, sin que se traduzcan en acciones ulteriores. Es el caso, por ejemplo del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo que Nouwen glosa de la siguiente manera: “no es de extrañar que en su ira, el hijo mayor se queje del padre…`nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado!’. Estas palabras demuestran hasta qué punto este hombre está dolido. Su persona se siente herida por la alegría del padre, su propia ira le impide reconocer a este sin vergüenza como su hermano. Con las palabras `este hijo tuyo’ se distancia de su hermano y también de su padre.

Los mira como a extraños que han perdido todo el sentido de la realidad y se han embarcado en una relación inapropiada, considerando la vida que ha llevado el pródigo. El hijo mayor ya no tiene un hermano. Tampoco tiene ya un padre. Se han convertido en dos extraños para él. A su hermano, un pecador, le mira con desdén; a su padre, dueño de un esclavo, le mira con miedo”.

En cambio cuando el sentimiento de susceptibilidad que se retiene incluye el afán de venganza, de desquite, entonces se trata propiamente de un resentimiento, en el sentido clásico del término. El resentido no sólo siente la ofensa que le hicieron, sino que la conserva unida a un sentimiento de rencor, de hostilidad, hacia las personas causantes del daño, que le impulsa a la revancha. En estos casos el sentimiento de rencor se va asociando poco a poco con sentimientos de venganza, de ajuste de cuentas, no dejando las cosas tal y como han quedado. El razonamiento se formula así `me has hecho mucho daño con tu manera de actuar y lo pagarás antes o después, sea como sea’. En estos casos, la persona resentida incluye la intención de realizar una acción semejante ala recibida.

En ocasiones el resentido no puede actuar contra aquél que considera le ha dañado, por el motivo que sea entonces su reacción puede recaer sobre quienes nada tienen que ver con el asunto. El padre de familia que es agresivo en casa frecuentemente está dando cause a los sentimientos acumulados en su vida profesional, convirtiendo a los suyos, su mujer e hijos, en las víctimas de sus frustraciones. Paralelamente, la mujer interiormente herida puede proyectar su situación quizá no con actitudes agresivas, pero si con irritación, mal humor, indirectas que expresan molestias, actitudes que lastiman profundamente el ambiente familiar, donde el marido y los hijos esperan de ella una conducta conciliadora, serena y alegre.

El resentido retiene interiormente la ofensa porque no quiere olvidar. Se siente herido o dolido por el trato recibido. En determinados momentos y ante unas circunstancias concretas, puede recordar y describir con todo detalle, porque ha vivido concentrado en ese suceso. Sucede que vuelve sobre el hecho una y otra vez, ante ciertos estímulos recordatorios. La detonación del resentimiento puede venir años después de los hechos que lo hicieron germinar. Los años de espera y el minucioso análisis de las ofensas van acrecentando la pasión que puede llevar a acciones inimaginables.

Un veneno que me tomo yo, esperando que le haga daño a otro

El verdadero daño lo padece el resentido, aunque su intención se dirija contra un tercero. El resentimiento es un veneno que me tomo yo, esperando que le haga daño a otro. Puede ocurrir que aquél contra quien va dirigido el rencor ni siquiera se entere, mientras que quien lo está evidenciando se está carcomiendo por dentro. Un veneno tiene efectos destructivos para el organismo y el resentimiento lo que produce es frustración, tristeza, amargura en el alma. Es el peor enemigo de la felicidad porque impide enfocar la vida según la verdad y aleja a las personas del bien.

Comprender cómo es el resentimiento es el primer paso para poder evitarlo.

Recuerda sus características

            El resentimiento es un sentimiento que aparece como una reacción emocional negativa ante una ofensa recibida y que permanece en el interior de la persona, de manera que la vuelve a vivir, a sentir, una y otra vez (se re-siente).El el resentimiento propiamente dicho, incluye la casi siempre la venganza.

Lo puede producir una acción, una omisión o una circunstancia, parte de un hecho real pero vivido de manera exagerada o incluso imaginaria.

Algunos antídotos contra este veneno

            Dijimos que en muchos casos en las personas resentidas suele haber un error en la forma como interpretan los hechos ocurridos, y una voluntad débil que no sabe impedir que estos (negativos sentimientos) sentimientos negativos se arraiguen en la memoria y poco a poco en el corazón.

Cuando mi inteligencia es capaz de reflexionar y de juzgar en la verdad, no desde lo que siento, eliminando la exageración y lo imaginario, tratando de comprender los motivos y lo que pudo llevar a esa persona a actuar de ese modo conmigo; entonces muchos resentimientos reducen su intensidad o incluso desaparecen.

Cuando la voluntad es fuerte y no permite que las heridas permanezcan dentro porque las expulsa como a un cuerpo extraño, entonces el sentimiento negativo ante una ofensa será sólo un dolor pasajero.

Todo esto se facilita si contamos con la ayuda de Dios, que clarifica la inteligencia y fortalece nuestra voluntad cuando con sinceridad buscamos actuar el bien, cuando nos esforzamos por comprender y aceptar al otro, cuando buscamos de verdad y con sinceridad amar al prójimo.

Reflexión

El árbol de los problemas

            El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y lo hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se negaba a arrancar. Mientras le llevaba a su casa, se sentó en silencio. Cuando llegamos, me invitó a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta de su casa, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, el rostro de aquel hombre se transformó, sonrió, abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. Luego me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunte por lo que lo había hecho un rato antes. "Oh, ese es mi árbol de problemas", contestó. "Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego, a la mañana siguiente, los recojo otra vez. Lo bueno es -concluyó sonriendo- que cuando salgo por la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior".

Cuestionario práctico

            El cuestionario práctico nos ayuda y llena de luz porque confronta nuestra vida con las exigencias objetivas de la vocación cristiana, haciéndonos conocer las desviaciones o avances positivos, así como la raíz más profunda de sus causas. Nos ayuda también a suscitar dentro de nosotros una actitud de contrición, al propósito de superación cuando vemos lo negativo y de gratitud con Dios cuando reconocemos con sencillez nuestro progreso. Además el católico, el cristiano es un soldado de Jesucristo que con frecuencia debe limpiar, afilar y ajustar la armadura según lo recomienda San Pablo: “Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir contra las asechanzas del diablo…y tras haber vencido todo, os mantengáis firmes” (Ef.6. 10-13)

A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios conforme al criterio del evangelio.

(Las respuestas NO se publican en los foros, es de uso personal)

¿Cómo vivo las situaciones difíciles de la vida? ¿Las cargo conmigo recordando constantemente el dolor que me produjeron o me producen?

¿Cuento mis penas y sufrimientos a todo mundo o sólo aquellos a quienes debo contárselos?

¿Se prescindir de mí mismo (a) cuando hay cosas que me gustan pero disgustan a los demás?

¿Vivo atento(a) a hacer felices a cuantos me rodean? ¿Aún cuando tenga que hacer un sacrificio?

Cualquier actitud de los demás que no concuerda con lo que me agrada, ¿Me desconcierta y enfada? ¿Me irrita durante muchos días y guardo rencor?

¿Sé dominar mi impaciencia? ¿Pierdo lo mejor de mis energías y de mi tiempo en enojarme por pequeñas tonterías? ¿Sé restar importancia a las cosas que no la tienen? ¿Me ejercito en el dominio propio? ¿Soy constante en eso?

Ante ciertas situaciones críticas y dolorosas ¿mis reacciones son desde la fe? ¿Me dejo llevar por mi orgullo, mi soberbia, mi ambición, mi sensualidad, mi racionalismo? 

Segunda parte: La persona resentida

Tema 1 Estar o ser resentido

¿Cómo saber si soy una persona resentida?

            Ya hemos hablado de lo que es el resentimiento y su forma de manifestarse en el sentimiento y en la actitud de las personas. Ahora necesitamos de una fuerte dosis de sinceridad para observarnos a nosotros mismos y ver hasta dónde podemos caer en este juego del resentimiento y como consecuencia envenenarnos con el rencor.

Hay personas que tienen una especial inclinación al resentimiento, se Sienten con mucha facilidad, reaccionan desproporcionadamente ante situaciones difíciles, dolorosas o simplemente que no son de su agrado, acumulando rencores infundados.

Recordemos situaciones en las que podemos sentir el resentimiento:

-           Determinadas acciones: un comentario crítico, una llamada de atención una mirada de indiferencia o desprecio, un determinado tono de voz, una ironía, etc.

-           Omisiones de los demás: el que se siente herido porque no le felicitaron el día de su cumpleaños, porque alguien no lo saludó, no le dio las gracias o no lo invitó a su fiesta; o tal vez porque siente que no valoran lo que hace, no lo toman en cuanta, no le piden su opinión o no le hacen caso.

Si ante estas situaciones sientes que el mundo se te viene encima, te sientes sumamente agredido o entristecido y lleno de amargura, lo más probable es que seas una persona RESENTIDA.

¿Qué puedo hacer?

            Lo primero es preguntarnos si ese sentimiento negativo que siento es proporcionado a la realidad de la acción o de la omisión. ¿De verdad no me felicitó porque le caigo mal o simplemente porque es así distraído (a)? ¿De verdad me ofende cada vez que me habla con ese tono que no me gusta o es su forma de indicar las cosas sobre todo en ciertos temas?

¿Estoy sentido o soy resentido?

. Una persona está sentida cuando, por algún suceso concreto, se encuentra interiormente dolida y permanece este dolor dentro. Cosa muy normal, humana y que todos experimentamos.

. Cuando este sentimiento se ha convertido en una forma de ser, cuando yo, no sólo estoy sentida, sino me siento con facilidad, entonces soy una persona resentida

Cuando alguien ya no sólo está, sino que es resentido, sus reacciones afloran continuamente y a veces en forma agresiva, incluso ante situaciones que no son ofensivas. Esto deriva de situaciones que no se han aceptado y perdonado y por esto aparecen una y otra vez robando la paz del alma.

Es importante detenernos aquí y pensar si dentro de nosotros mismos estamos sentidos o somos resentidos.

Dentro del estar y ser resentidos hay algunos Aliados que facilitan convertirnos en personas resentidas e incapaces de disculpar y mucho menos perdonar. Estas son: el egocentrismo, el sentimentalismo, la imaginación y la inseguridad. En esta sesión del curso hablaremos del primero

El egocentrismo y el olvido de sí

El egocentrismo es la tendencia a girar en torno a nosotros mismos, convertirnos en el centro de nuestros pensamientos y punto de partida de todas las acciones. La persona egocéntrica cambia constantemente de humor porque de demasiada importancia a todo lo que a ella se refiere especialmente si se trata de cosas negativas por parte de los demás.

San José María Escrivá afirmaba que “las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando sólo su propio bien, son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí y se entrega a Dios y a los demás puede ser dichoso en la tierra con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo”.

El siguiente cuestionario nos ayudará a reflexionar sobre nuestra capacidad de egocentrismo y olvido de sí

1.         ¿Suelo usar la palabra yo para empezar cualquier frase?

2.         ¿Me dejan indiferentes las noticias de catástrofes, accidentes y permanezco ajeno en general?

3.         ¿Oro por los demás? ¿especialmente por aquellos que se encuentran en mayor dificultad en su vida?

4.         ¿Suelo interpretar mal la forma de actuar de los demás? ¿Si no de todos al menos de algunas? ¿O he formado la costumbre de mirar todo con ojos de bondad, de disculpa, de aceptación?

5.         ¿Me molesta tratar a las personas que me son antipáticas? ¿Trato de noten mi antipatía?

6.         ¿Impongo constantemente mi parecer? ¿Creo que sólo yo tengo la razón? ¿no me gusta recibir consejos? ¿O sé cambiar de opinión con sencillez? ¿reconozco ante los demás cuando me equivoco?

7.         ¿Me alegran sinceramente los éxitos ajenos? ¿se hablar bien de los demás? ¿O soy altanero (a), brusco(a)?

8.         ¿Renuncio a mis gustos o caprichos personales para complacer a mi esposo (a), hijos, compañeros de trabajo, a cualquiera? ¿o más bien nunca tengo tiempo para agradecer o hacer favores?

¿Cómo olvidarnos de nosotros mismos?

La respuesta como ya lo mencionamos anteriormente es mediante la entrega a Dios y a los demás. Un gran ejemplo de olvido de sí, es el que nos dio la Madre Teresa De Calcuta, cundo le preguntaban por su salud decía: “no sé, no he pensado en ello, tengo tantas cosas que hacer por los demás como para pensar en mi propia salud”.

Para concluir esta sesión te invitamos a reflexionar y a llevar a la práctica la siguiente oración:

Señor, cuando tenga hambre, dame alguien que necesite comida;

Cuando tenga sed, dame alguien que precise agua;

Cuando sienta frío, dame alguien que necesite calor.

Cuando sufra, dame alguien que necesita consuelo;

Cuando mi cruz parezca pesada, déjame compartir la cruz del otro;

Cuando me vea pobre, pon a mi lado algún necesitado.

Cuando no tenga tiempo, dame alguien que precise de mis minutos;

Cuando sufra humillación, dame ocasión para elogiar a alguien;

Cuando esté desanimado, dame alguien para darle nuevos ánimos.

Cuando quiera que los otros me comprendan, dame alguien que necesite de mi comprensión;

Cuando sienta necesidad de que cuiden de mí, dame alguien a quien pueda atender;

Cuando piense en mí mismo, vuelve mi atención hacia otra persona.

Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos;

Dales, a través de nuestras manos, no sólo el pan de cada día, también nuestro amor misericordioso, imagen del tuyo.  

Tema 2

Aliados del resentimiento y obstáculos para el perdón

En la sesión anterior se mencionaba que dentro del estar y ser resentidos hay algunos Aliados que facilitan convertirnos en personas resentidas e incapaces de disculpar y mucho menos perdonar. Conocimos al egocentrismo como uno de los principales aliados. En esta lección nos ocuparemos ahora del sentimentalismo, la imaginación y la inseguridad.

El sentimentalismo

            Los sentimientos juegan un papel muy importante en la conducta, entre otras cosas su presencia intensifica la acción humana, da en algunos momentos fuerza a las decisiones de la persona para que alcance sus metas. El Catecismo de la Iglesia Católica advierte la insuficiencia de la voluntad, cundo no es seguida por los sentimientos “la perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible (…), por su corazón”. Los sentimientos son una fuerza que pueden mover a hacer el bien, sumándose a la fuerza de la voluntad. Además, cuando a las cosas que debemos hacer le metemos el corazón, como suele decirse, la calidad de nuestras acciones crece porque se humanizan. Lo contrario cuando a nuestras acciones les falta corazón (sentimientos) son frías o indiferentes que no resulta agradable a Dios ni a los demás.

Pero para que los sentimientos jueguen un papel positivo en la conducta deben estar dirigidos por la inteligencia y la voluntad. Cuando esto no ocurre y las personas no controlan sus emociones, sino que son gobernadas por ellas, entonces se cae en el sentimentalismo. Cuando se vive así cualquier ofensa o agresión genera una reacción desproporcionada que fácilmente se convierte en un resentimiento porque la fuerza del sentimiento cierra campo a la conciencia y disminuye la capacidad de modificar voluntariamente la reacción que nos viene. Los sentimientos cuando no son dirigidos por la inteligencia y la voluntad suelen ser egocéntricos, lleven a la persona a buscar sólo su interés personal y egoísta. Por ejemplo, amar a alguien se convierte en una búsqueda de efecto, compasión o cualquier otro tipo de complacencia y no en un amar desinteresadamente al otro.

La solución ante el sentimentalismo consistirá en formar la voluntad para que pueda no ser gobernada por las pasiones y los sentimientos, de manera que actúe guiada por la recta razón. Y la voluntad se fortalece mediante el ejercicio, por actos pequeños como vivir el orden en el trabajo, comenzando y terminando a tiempo, trabajando realmente sin perder tiempo, terminar lo que se ha comenzado, etc.

La imaginación

            La imaginación también influye de manera determinante en el resentimiento. La imaginación es una facultad que tenemos que favorece de por si la creatividad, ayuda a descubrir soluciones ante los problemas, enriquece la manera de percibir las cosas. Pero cuando escapa de nuestro control y lo hace por cuenta propia, nos aleja de la realidad, deforma la manera de conocer las cosas, los acontecimientos y mucho más las acciones de los otros, y se convierte en fuente de complicaciones interiores. La imaginación sin control acaba exagerando las cosas. Por ejemplo si una persona me hace una pequeña ofensa (me roba el turno de la fila del Banco, mercado, etc.…) la considero una gigante agresión y más si relaciono a esa persona como conocida y no me saluda, juzgo al acto (me roba el turno de la fila en el Banco) como un desprecio y una humillación completamente intencional.

En estos casos lo que debemos hacer es cortar tajantemente todo lo que fabrica la imaginación antes de que nos lleven a conclusiones que no son verdaderas o que no contienen intenciones que nosotros creemos.

Cuando no hay dominio sobre la imaginación se suma la falta de control de los sentimientos y así se produce un círculo vicioso muy complicado.

La inseguridad

El resentimiento es una reacción emocional negativa que permanece dentro de la persona, esta presencia hace que la herida (provocada por la ofensa recibida) se vuelva a vivir una y otra vez. La falta de fortaleza en el carácter que es dominado por la imaginación, los sentimientos y el egoísmo provoca una gran inseguridad personal. La persona insegura está llena de una baja autoestima, carece de confianza en sí misma y vive con el temor constante de ser agredida, ignorada y rechazada por los demás.

La inseguridad frecuentemente lleva a la persona a buscar llamar la atención por caminos variadísimos. Por ejemplo; cuando somos niños aprendemos que enfermarse es una de las maneras más rápidas de llamar la atención porque los papás y parientes están cerca e inmediatamente nos sentimos más amados y seguros. Algunas personas jamás superan esta idea y se las ingenian para estar siempre enfermos de algo.

Cuando estas personas no consiguen, a pesar de todo lo que se ingenian, ser el centro de atención, se sienten mal, sufren y fácilmente se resienten.

Si esta inseguridad se asocia con el pesimismo la persona puede considerarse víctima y fomentar autocompasión: “no me quieren, no me valoran, me rechazan, no me hacen caso, etc.”

Es muy duro vivir con una persona que siempre se está quejando, y muy poca gente sabe cómo dar respuesta a las quejas de una persona que se rechaza a sí misma. Lo peor de todo es que, generalmente, la queja, una vez expresada, conduce a lo que quieren evitar: más rechazo.

Para concluir esta sesión del curso te invitamos a leer y reflexionar la siguiente historia de José Luis Martín Descalzo. En ella verás un ejemplo de cómo el sentimentalismo, la imaginación y el egoísmo conducen a una inseguridad personal gigante que nos lleva a olvidar el gran corazón que realmente existe en los demás…

Historia de doña Anita

            Doña Anita es una vieja-viejísima-viuda-viudísima que vive en una ciudad de cuyo nombre prefiero no acordarme. Porque esto que voy a contar es una historia absolutamente real, aun cuando tenga tanto olor a fábula como tiene.

Doña Anita tuvo la desgracia de enviudar a los cuatro días de casada, pues su marido («su Paco», dice ella) murió siendo no se acuerda si teniente o capitán en una lejanísima guerra, que ya no está muy segura si fue la de África o la de Cuba. Lo que sí sabe doña Anita es que su Paco la dejó con el ciclo y la tierra. Que de él sólo queda una preciosa fotografía, ya amarillenta; unas viejas sábanas de seda, que sólo se usaron cuatro noches, y una pensión de 5.105 pesetas.

Con este fabuloso sueldo vive doña Anita, convertida ya en una gacela antediluviana, rodeada por un mundo de monstruos. Pero doña Anita se las arregla para que sus cinco billetes lleguen a fin de mes, dando por supuesto que las primeras 105 se las gasta cada día 30, al cobrar, en una vela, que enciende en honor y recuerdo de su Paco.

Hace no muchos meses, un día 30 pagaron a doña Anita su pensión con un solo billete de 5.000, un billete de 100 y una moneda de 5 pesetas. A doña Anita le alegró tener por primera vez en las manos aquel billete, que le parecía un premio gordo, pero al mismo tiempo le entraron todos los temblores del infierno ante la hipótesis de que pudiera perderlo. No estaría segura hasta que, a la mañana siguiente, lo cambiara en la tienda.

Y los sudores del infierno llegaron cuando, al ir a pagar sus verduras, después de su misa, se encontró con que, a pesar de todas sus precauciones, o quizá a causa de ellas, el billete de 5.000 no aparecía. Doña Anita revolvió y volvió del revés su bolso, Pero nada. Hizo cinco veces el camino que iba de su casa a la iglesia y de la iglesia al mercado. Pero nada. Buscó debajo de todos los bancos del templo, corrió los muebles todos de su casa...Y nada.

La angustia se hizo dueña de su corazón. ¿Cómo podría vivir ahora los treinta horribles e interminables días del mes si no tenía un solo céntimo en el banco, si todas las personas a las que conociera en este mundo estaban ya en el otro? Volvió a recontar todas sus cosas y comprobó, una vez más, que no quedaba nada de valor por vender... salvo, claro, aquellas sábanas de seda viejísimas, aquel juego de café de plata que le regalaron sus hermanos el día de su boda y aquel viejo medallón de su madre. ¡Pero vender eso sería como venderse a sí misma!

Malcomió aquel día con las sobras que quedaban en la, vieja nevera y apenas durmió en la larga noche. « ¡Eso es! -pensó entre dos sueños angustiados-, ¡el billete lo perdí en el ascensor, al bajar para ir a misa!» Se levantó temblando y, con un abrigo encima del camisón, salió a la escalera. ¡Pero ni en el ascensor ni en la escalera había nada! Y regresó a su lecho como una condenada a muerte.

A la mañana, cuando salió a misa -Dios era ya lo único que le quedaba- clavó en la cabina del ascensor una tarjetita en la que anunciaba que si alguien había encontrado un billete de 5.000 pesetas hiciera el favor de devolvérselo a... Pero lo clavó sin la menor de las confianzas,

Aquella misa fue la más triste en la vida de doña Anita. Cuando el sacerdote comenzó a rezar el «Yo pecador», la viuda-viudísima se acordó de que ayer, en una de sus idas y venidas, se había cruzado en la escalera con la otra viuda del cuarto -ésa a la que los vecinos llamaban, para distinguirla de ella, la viuda alegre, y no sin motivos, según decían- y había comprobado que acababa de estrenar un precioso bolso de cuero. ¡Ahí estaban fundidas sus 5.000 pesetas! ¡Era claro como la luz del día!

Pero mientras el sacerdote leía el Evangelio, doña Anita recordó que las dos chicas del tercero, ésas que volvían todas las noches a las tantas, con sus novios, en motos estruendosas, habían llegado ayer aún mucho más tarde de lo ordinario. ¡Y doña Anita tembló ante el simple pensamiento de lo que aquellas dos perdidas hubieran podido hacer con sus 5.000 pesetas!

Cuando el sacerdote recitó el ofertorio vino al pensamiento de doña Anita su vecino del segundo, el carnicero, un comunista malencarado, que ayer la miró, al cruzarse con ella en la escalera, con una mirada aviesa y repulsiva. ¡Dios santo, en qué habría podido invertir el comunista ese su dinero!

En la consagración fue don Fernando -ese que decían que vivía con una mujer que no era la suya- la víctima de las sospechas de doña Anita. Y como la misa aún duró diez minutos, fueron todos los vecinos, uno a uno, convirtiéndose en probabilísimos apropiadores de la sangre de doña Anita.

Sólo cuando al ir a entrar en su piso -rabia le dio entrar en aquel bloque de viviendas corrompidas- tropezó doña Anita, y al caérsele el misal, salieron de él doce estampas y un billete de 5.000 pesetas, se dio cuenta la vieja de que era ella tonta-tonta-tonta la culpable de sus sufrimientos.

Y cuando se disponía a salir jubilosa hacia el mercado, alguien llamó a su puerta. Era la viuda del cuarto, que, miren ustedes qué casualidad, había encontrado la víspera un billete de 5.000 mil pesetas en el ascensor. Cuando ella se fue, pidiendo mil disculpas y diciendo que sin duda era de algún otro vecino que lo había perdido, llamaron a la puerta las dos chicas del tercero, que también ellas -¡qué cosas!, ¡qué cosas!- habían encontrado en la escalera otro billete de 5.000 pesetas. Luego fue el carnicero, y éste había encontrado no un billete de 5.000 pesetas, peso sí cinco billetes de 1.000 pesetas nuevecitos y juntos.

Después subió don Fernando y una docena de vecinos más, porque -¡hay que ver qué casualidades!- todos habían encontrado billetes de 5.000 pesetas en la escalera.

Y mientras doña Anita lloraba y lloraba de alegría, se dio cuenta de que el mundo era hermoso y la gente era buena, y que era ella quien ensuciaba el mundo con sus sucios temores.

Reflexión Personal

            El examen de conciencia realizado con seriedad y continuidad, es un gran medio para alcanzar el conocimiento personal, la madurez, la coherencia de vida y el progreso por el camino del bien. Nos hace sensibles al pecado y nos ayuda a superar las tentaciones, pruebas y contrariedades.

A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios conforme al criterio del evangelio.

¿Soy consciente de lo que quiero hacer y hago lo que quiero? o ¿me dejo llevar por mis sentimientos y emociones?

            ¿Suelo analizar las cosas con frialdad y calma? o ¿Reacciono bajo los impulsos que dictan mis emociones?

¿Miro los hechos y las acciones de las personas con objetividad o a través del filtro de mi gusto o de mi disgusto por ellas?

            ¿Aquella persona, a la que le guardo rencor, soy consciente de la verdadera dimensión de sus actos o inconscientemente tiendo a exagerar el daño que realmente me provocó?

            ¿Cuándo algo negativo sucede en mi vida objetivamente analizo la situación o instantáneamente culpo al primero que tengo a mi lado?

            ¿Reconozco cuanto valgo como persona y por lo mismo me reconozco querido y amado por mis conocidos o siento que necesito llamar su atención para sentirme amado y seguro? 

Segunda parte: La persona resentida

Tema 3 ¿Cómo combatir a los Aliados?

En las sesiones anteriores nos hemos avocado a comprender el resentimiento y los aliados del resentimiento. Ahora veremos cómo combatir estos aliados.

Uno de los medios especialmente eficaces para evitar que el veneno del rencor pueda invadir nuestro corazón, porque se oponen frontalmente al egoísmo y a los demás aliados del resentimiento que hemos analizado anteriormente; son la GRATITUD y la GENEROSIDAD.

La gratitud

            Es la capacidad de reconocer los dones y beneficios recibidos. Es una virtud implica la aptitud para descubrir todo lo positivo que hay en nuestra vida y verlo como un regalo por el que nos sentimos movidos a dar gracias.

La gratitud es un valor que lo tienen las almas grandes. Agradecer es encontrar motivos para dar gracias. Se encuentran si tenemos los ojos bien abiertos y el corazón dispuesto para descubrir los miles de gestos que nos regalan los demás a todas horas.

La generosidad:

            La generosidad es la capacidad de desprendimiento personal de quien sabe prescindir de algo propio para ponerlo al servicio de los demás.

Es generoso quien comparte con los demás su tiempo, sus cualidades, sus bienes pocos o muchos, en fin todo lo que tiene a su disposición. Esta virtud no surge de la noche a la mañana, hay que educarse en ella, hay que formar la conciencia para que responda con prontitud a las necesidades de los otros aunque esto implique pequeños o grandes sacrificios.

Algunos consejos para vivir estas dos virtudes de la gratitud y la generosidad

•         Fíjate en las cosas buenas y en lo bueno de las personas.

•         Reconoce sinceramente lo bueno que tienes y eres y pon lo que está de tu parte para ser             mejor.

•         No lamentarte por lo que no tienes o no eres.

•         Mira siempre las necesidades de los demás y ante un sufrimiento piensa que hay gente         que sufre más

•         No exijas otras cosas, sino agradece aquello que se te ofrece.

•         Di siempre gracias con una sonrisa y valora el sacrificio de quienes buscan hacerte el bien.

•         Comparte las cosas y de buen modo

•         De vez en cuando regala algo que sea valioso para ti.

•         Comparte una sonrisa aunque te sientas mal

•         Escucha con atención lo que los otros tengan que decirte, aunque tenga otras cosas que          hacer o realmente no te interese mucho lo que te digan.

•         Estar siempre dispuesto a ayudar y hacerlo aunque no te lo pidan

•         Haz algo cada día por el bien de los demás.

Si sigues estos consejos desarrollaras las virtudes de la gratitud y la generosidad. Estas virtudes son muy raras en los hombres y son muy propias de los que conocen a Cristo porque él inspira con su ejemplo a vivir así.

¿A caso no te ha sucedido recibir un regalo, un gesto que te ha hecho sentir bien y sentir la necesidad de responder de la misma manera? ¿Y de hacerlo no tanto por educación o para quedar bien, sino por verdadera gratitud, por amor sincero? Seguramente sí.

Si nos sucede a nosotros, te puedes imaginar a Dios, Dios que es amor. Él intercambia siempre cada gesto que hacemos a nuestros semejantes, por dones abundantes. Esta es una experiencia que los cristianos, los católicos experimentamos muy seguido.

¿Has hecho tú la experiencia? ¡Prueba! Pero hazlo no por ver los resultados, sino porque quieres agradecer a Dios. Tal vez digas: “pero si yo no tengo nada que dar, ni mucho menos agradecer”

Al primero a quien tienes que agradecer es a Dios que te ha dado la vida, el espacio para vivir, la naturaleza y no quedando saciado nos entregó a su hijo que es el ejemplo más cercano de generosidad y gratitud. Ya encarnarse, hacerse hombre como nosotros supone un acto infinito de generosidad. “En la cruz, Cristo lo entrega todo, se queda sin nada: sin nada material pues hasta sus vestiduras fueron presas por los soldados, sin la propia vida pues la entrego por todos nosotros pagando así nuestras ofensas al padre y la entrego por amor; se quedo incluso sin su madre, María , a quien nos la entregó como madre nuestra. Nadie más generoso que Cristo, nadie más agradecido como él. Él es para todo católico el modelo de toda virtud y de manera especial de la Generosidad y la gratitud”.

Mira a tu alrededor: cuántos enfermos en los hospitales, tantos ancianos solos, jóvenes que vagan por el mundo sin más consuelo que el alcohol y la droga. Niños abandonados, personas que sufren mucho más que tú. Asume el comportamiento de un buen hombre: Dar y agradecer.

Jesús mismo nos recomendó en el evangelio “Dad y se os dará; una medida buena, apretada, colmada, rebosante, será derramada en vuestro regazo. La medida que con otros usareis, ésa, se usará con vosotros”. Y él mismo nos llenó de dones por los cuales debemos estar agradecidos.

Tal vez te preguntes que tienen que ver la gratitud y la generosidad con el resentimiento. Resulta que el resentimiento y la gratitud, el resentimiento y la generosidad, no pueden coexistir porque el resentimiento bloquea percibir y experimentar la vida como don y el agradecer por este don inmerecido. Mi resentimiento me dice que no se me da lo que merezco. En cambio quien no espera nada, ni exige nada para sí, se alegra por lo que recibe y ordinariamente le parece que es más de lo que merece. Además suele experimentar el deseo de corresponder, aunque tantas veces se considera incapaz de hacerlo de la misma proporción de lo recibido.

Reflexión:

Un joven que pagaba sus estudios trabajando de vendedor ambulante, sentía hambre pero no tenía dinero para comer. Decidió vencer la vergüenza que le daba mendigar y pedir algo de comer en la próxima puerta que tocase. No obstante, perdió su nervio cuando una hermosa joven le abrió la puerta. En lugar de pedir comida pidió solo un vaso de agua.

Ella, sin embargo, se apiadó de él y le trajo un vaso de leche. El se lo tomó tímidamente y preguntó, "¿Cuánto le debo?". - "No me debe nada," respondió ella. "Mi madre nos enseñó a nunca aceptar pago por hacer un favor." "Entonces le agradezco de corazón.", respondió el joven.

Aquel joven llamado Howard Kelly se fue de aquella casa, no solo sintiéndose fortalecido en su cuerpo sino también en su fe en Dios y en la humanidad. Antes del incidente estaba pensando en rendirse y renunciar.

Muchos años más tarde aquella joven, ya mayor, enfermó gravemente. Los doctores locales estaban muy preocupados. Finalmente la enviaron al hospital de una gran ciudad donde practicaba un famoso especialista en aquella enfermedad.

Cuando el médico se dio cuenta del nombre de su nueva paciente y del pueblo de procedencia, inmediatamente se levantó y fue a verla. La reconoció inmediatamente. Volvió a su oficina resuelto a hacer todo lo posible para salvar su vida. La lucha fue larga pero la señora se salvó.

Por su parte la señora andaba muy preocupada sabiendo que el precio de su estancia en el hospital sería astronómico. Sin que ella supiese, el doctor envió órdenes que le pasaran a él la cuenta final. Después de examinarla escribió un mensaje al pie de la cuenta antes de que fuese enviada a la señora.

Ella abrió aquella cuenta con gran temor, pensando que pasaría el resto de sus días pagándola. Finalmente miró y cuál fue su asombro cuando leyó al pie de la lista de enormes cifras:

Todo Pagado por completo con un vaso de leche.

Firmado: Dr. Howard Kelly.  

Tercera parte: El perdón

Tema 1 Disculpar y perdonar

Si camino por la calle y de pronto tropiezo, pierdo el equilibrio e involuntariamente arrojo al suelo a una persona, lo que procede es pedir una disculpa. Si la víctima de mi accidente se da cuenta que mi acción ha sido, en efecto, involuntaria, me disculpará, es decir, reconocerá que no fui culpable. En cambio si ese mismo transeúnte, al llegar a su casa, insulta a su esposa, no basta que luego solicite ser disculpado, deberá pedir perdón, porque ha sido culpable de la ofensa cometida.

Se disculpa al inocente y se perdona al culpable. Disculpar es un acto de justicia, porque la persona que ha ofendido merece que se le reconozca que no es culpable, tiene derecho a la disculpa, mientras que el perdón trasciende la estricta justicia, porque el culpable, no merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor, de misericordia.

No cabe duda que resulta más fácil disculpar que perdonar. Cuando me doy cuenta que alguien no tiene la culpa, no encuentro en mí ninguna resistencia para disculparlo, porque lo natural es reconocer su inculpabilidad. En cambio cuando, cuando descubro que el ofensor es culpable de su acción, de ordinario, surge naturalmente una acción, inspirada por el sentido de justicia, que exige que esa persona cargue con las consecuencias de su acción, que pague el daño cometido. El perdón implica ir en contra de esa primera reacción espontánea, hay que superarlo con la misericordia. Lo que, en cambio, no tiene sentido, porque se trataría de un esfuerzo estéril, es perdonar lo que merece una simple disculpa.

En la vida ordinaria es frecuente que muchas acciones aparentemente ofensivas se interpreten como agresiones culpables, cuando en realidad no lo son, porque carecen de intencionalidad. Por ejemplo en las omisiones involuntarias. Una buena dosis de reflexión, unida a la actitud de ponerse en el lugar del otro, permite comprender con objetividad tales acciones u omisiones, y descubrir que en múltiples casos sólo basta disculpar, porque la persona sólo actuó por error, por ignorancia o por simple distracción.

Otras veces ocurrirá que descubrimos circunstancias atenuantes que pueden reducir el grado de culpabilidad, como el padre de familia que llega a casa cansado, después de un día problemático en el trabajo, y reacciona con mal humor ante la música que están oyendo sus hijos; o la esposa no recibe al marido con todo el afecto que él esperaría, porque está con los nervios de punta, después que ha atendido múltiples asuntos domésticos. También puede suceder que existen circunstancias permanentes, que si se comprenden simplifican considerablemente el problema del perdón, por ejemplo los padres que reconocen las etapas que viven sus hijos y no se sorprenden por reacciones ofensivas, y no pierden el tiempo lamentándose por la ofensa del hijo y sí emplean el tiempo en formarlo.

No se trata de cerrar los ojos a la realidad, hay que distinguir con la mayor precisión lo que es disculpable y lo que si necesita ser perdonado. Debemos esforzarnos por mirar realista y objetivamente a los demás, que no consiste en juzgarlos y mirarlos como enemigos potenciales, sino en mirarlos con amor.

Misericordia y perdón

            En el antiguo testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta justicia. “ojo por ojo, diente por diente”. Jesucristo viene a perfeccionar la antigua ley e introduce una modificación fundamental que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún en subordinar la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de Jesucristo, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón forma parte esencial del amor. “El perdón es una feseta del amor”.

La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos, choca, no solo, con el sentir de su época, sino con el de todos los tiempos: “han oído ustedes que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 43-44). “Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica” (Lc 6, 28-29). Estas exigencias del amor superan la natural capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán lo que se les está pidiendo: “Sean misericordiosos, como su padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Para este ideal tenemos que contar con la ayuda de Dios.

Qué es perdonar

            A Diferencia del resentimiento producido por ciertas ofensas, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir

Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar ciertos agravios porque no pueden dejar de sentir sus efectos, no pueden dejar de experimentar la herida, ni el odio, ni el afán de venganza. La incapacidad para dejar de sentir el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser, efectivamente insuperable, al menos a corto plazo. Sin embargo si se comprende que el perdón se sitúa en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.

El empleado que ha sido despedido injustamente de la empresa, el conyugue que ha sufrido la infidelidad de su pareja, o los padres que han padecido el secuestro de un hijo, pueden decidir perdonar, a pesar del sentimiento adverso que necesariamente están experimentando, porque el perdón es un acto volitivo, es decir, de la voluntad y no un acto emocional. Entender esta diferencia entre, entre sentir una emoción y tomar una decisión, es ya un paso importante para clarificar un problema. Muchas veces en la vida tenemos que actuar en sentido inverso a la dirección que marcan nuestros sentimientos, y de hecho lo hacemos porque nuestra voluntad se sobrepone a nuestras emociones. Por ejemplo cuando sentimos desanimo por algún fracaso que hemos tenido en la realización de alguna tarea, y en lugar de abandonarla, nos sobreponemos y seguimos adelante hasta concluir; cuando alguien nos ha molestado y sentimos el impulso de agredirlo, pero decidimos controlarnos y ser pacientes; cuando experimentamos la inclinación hacia la pereza y, sin embargo, optamos por trabajar. En todos estos casos se manifiesta la capacidad de la voluntad para dominar los sentimientos. Lo mismo ocurre cuando perdonamos, a pesar de que emocionalmente nos encontremos inclinados a no hacerlo.

El perdón es un acto de voluntad porque consiste en una decisión. ¿Cuál es el contenido de esta decisión? ¿Qué es lo que decido cuando perdono? Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme, y por lo tanto, lo libero en cuanto deudor. No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida, de eliminarla y hacer como que nunca haya existido, porque carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la acción ofensiva y hacer que el ofensor vuelva la situación en que se encontraba antes de cometerla. Pero nosotros cuando perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, “perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada”.

Un palpable ejemplo de este tipo de perdón es el de Dios que siempre está dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar y a renovar. Nos serviremos de la siguiente meditación del padre Juan Ferrán, para sacar las conclusiones de este tema.

Encontramos este relato en Lc 7, 36-50.

            Es un relato maravilloso en todo su desarrollo. Comienza la historia con la invitación de un fariseo a comer en su casa. En la misma ciudad había una mujer pecadora pública. Al saber que Jesús estaba allí, cogió un frasco de alabastro de perfume, entró en la casa, se puso a los pies de Jesús a llorar, mojando sus pies con sus lágrimas y secándoselos con sus cabellos, ungió los pies de Cristo con el perfume y los besó. El fariseo, entretanto, ponía en duda a Cristo. Pero Jesús, que leía su pensamiento, le propuso una parábola sobre un acreedor que tenía dos deudores y a ambos perdonó. Se aprovechó de aquella parábola para salir en defensa de aquella mujer comparando su actitud con la de él: la de ella llena de amor y arrepentimiento; la de él llena de soberbia y vanidad. Tras ello, hace una afirmación que parece la absolución tras una excelente confesión: “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”, dice dirigiéndose al fariseo, llamado Simón. Y a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Los comensales volvieron a juzgar a Jesús: “Quién es éste que hasta perdona los pecados?”.

Siempre que se mete uno a fondo en la propia vida y comprueba lo lejos de Dios que se encuentra y ve cómo el pecado grave o menos grave nos domina, se puede sentir la tentación del desaliento y de la desesperación. Del desaliento en cuanto a sentirse uno incapaz de superar las propias limitaciones. De desesperación en cuanto a pensar que no se es digno del perdón misericordioso de Dios. En estos momentos de los ejercicios, tras haber reflexionado sobre el pecado, podemos sentirnos desalentados o desesperados. Por ello, es muy importante sin frivolidad y sin infantilismos, -porque a veces se toma a Dios así-, echarnos en brazos de la misericordia divina.

Dios siempre está dispuesto a perdonar, a olvidar, a renovar. Ahí tenemos la parábola del hijo pródigo en la que un padre espera con ansia la vuelta de su hijo que se ha ido voluntariamente de su casa. Dios siempre nos espera; siempre aguarda nuestro retorno; nada es demasiado grande para su misericordia. Nunca debemos permitir que la desconfianza en Dios tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos matado en nosotros toda esperanza de conversión y de salvación. La misericordia del Señor es eterna. En el libro del Profeta Oseas leemos frases que nos descubren esa ternura de Dios hacia nosotros: “Cuando Israel era niño, yo le amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí... Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla...” (11, 1-4).

Frecuentemente una de las acciones más específicas del demonio es desalentarnos y desesperarnos. “Ya no tienes remedio. Ya es demasiado lo que has hecho”. Y muchos de nosotros nos dejamos llevar por esos sentimientos que nos quitan no sólo la paz, sino la fuerza para luchar por ser mejores. Dios, en cambio, siempre nos espera, porque nos ama, porque no se resigna a perder lo que su Amor ha creado. “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión” (Os 2,21). Qué nunca el temor al perdón de Dios nos aparte de volver a El una y otra vez! Hasta el último día de nuestra vida nos estará esperando.

La misericordia de Dios, sin embargo, no se puede tomar a broma. Ella nace en el conocimiento que Dios tiene de nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra condición humana, y, sobre todo, del amor que nos profesa, pues “El quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. La misericordia divina no puede, en cambio, ser el tópico al que recurrimos frecuentemente para justificar sin más una conducta poco acorde con nuestra realidad de cristianos y de seres humanos, o para permitirnos atentar contra la paciencia divina por medio de nuestra presunción.

A espaldas de la pecadora sólo hay una realidad: el pecado. En su horizonte sólo una promesa: la tristeza, la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace realidad Cristo, el rostro humano de Dios. Ella nos va enseñar cómo actúa Dios cuando el ser humano se le presta.

La mujer reconoce ante todo que es una pecadora. Esas lágrimas que derrama son realmente sinceras y demuestran todo el dolor que aquella mujer experimentaba tras una vida de pecado, alejada de Dios, vacía. Hay lágrimas físicas y también morales. Todas valen para reconocer que nos duele ofender a Dios, vivir alejados de Él. A ella no le importaba el comentario de los demás. Quería resarcir su vida, y había encontrado en aquel hombre la posibilidad de la vuelta a un Dios de amor, de perdón, de misericordia. Por eso está ahí, haciendo lo más difícil: reconocerse infeliz y necesitada de perdón.

Cristo, que lee el pensamiento, como lo demostró al hablar con Simón el fariseo, toca en el corazón de aquella mujer todo el dolor de sus pecados por un lado, y todo el amor que quiere salir de ella, por otro. Todo está así preparado para el re-encuentro con Dios. Se pone decididamente de su parte. Reconoce que ella ha pecado mucho (debía quinientos denarios). Pero también afirma que el amor es mucho mayor el mismo pecado. “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”. Se realiza así aquella promesa divina: “Dónde abundó el pecado, sobreabundó la misericordia”. El corazón de aquella mujer queda trasformado por el amor de Dios. Es una criatura nueva, salvada, limpia, pura.

La misericordia divina le impone un camino: “Vete en paz”. Es algo así como: “Abandona ese camino de desesperación, de tristeza, de sufrimiento”. Coge ese otro derrotero de la alegría, de la ilusión, de la paz que sólo encontrarás en la casa de tu Padre Dios. No sabemos nada de esta pecadora anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de las mujeres o qué fue de ella. Pero estamos seguros de que a partir de aquel día su vida cambio definitivamente. También a ella la salvó aquella misericordia que salvó a la adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más.

En nuestra vida de cristianos, y muy especialmente en la vida de la mujer, tan sensible a la falta de amor, tan proclive al desaliento, tan inclinada a sufrir la ingratitud de los demás, es muy fácil comprender lo que le dolemos a Dios cuando nos apartamos de su amor y de su bondad. Por ello, abrámonos a la Misericordia divina para reforzar nuestra decisión de nunca pecar, de nunca abandonar la casa del Padre, de nunca intentar probar ese camino de tristeza y de dolor que es el pecado.

La constatación de nuestras miserias, a veces reiteradas, nunca deben convertirse en desconfianza hacia Dios. Más aún, nuestras miserias deben convencernos de que la victoria sobre las mismas no es obra fundamentalmente nuestra sino de la gracia divina. Sólo no podemos. Es a Dios a quien debemos pedirle que nos salve, que nos cure, que nos redima. Si Dios no hace crecer la planta es inútil todo esfuerzo humano. Somos hijos del pecado desde nuestra juventud. Sólo Dios pude salvarnos.

Junto a esta esperanza de salvación de parte de Dios, la Misericordia divina exige nuestro esfuerzo para no ser fáciles en este alejarnos con frecuencia de la casa del Padre. Hay que luchar incansablemente para vivir siempre ahí, para estar siempre con Él, para defender por todos los medios la amistad con Dios. El pecado habitual o el vivir habitualmente en pecado no puede ser algo normal en nosotros, y menos el pensar que al fin y al cabo como Dios es tan bueno... Estaremos siempre en condiciones o en posibilidades de invocar el perdón y la misericordia divina?

No olvidemos que como la pecadora siempre tenemos la gran baza y ayuda de la confesión. Ella hizo una confesión pública de sus pecados, manifestó su profundo arrepentimiento, demostró su propósito de enmienda. Al final Cristo la absolvió. La confesión es fundamental para el perdón de los pecados. Más aún, es necesaria la confesión frecuente, humilde, confiada. Como otras muchas cosas, sólo a Dios se le ha podido ocurrir este sacramento de la misericordia y del perdón. No acercarse a la confesión con frecuencia es una temeridad. Tenemos demasiado fácil el regreso a Dios.

Cuestionario práctico

El cuestionario práctico nos ayuda y llena de luz porque confronta nuestra vida con las exigencias objetivas de la vocación cristiana, haciéndonos conocer las desviaciones o avances positivos, así como la raíz más profunda de sus causas. Nos ayuda también a suscitar dentro de nosotros una actitud de contrición, al propósito de superación cuando vemos lo negativo y de gratitud con Dios cuando reconocemos con sencillez nuestro progreso. Además el católico, el cristiano es un soldado de Jesucristo que con frecuencia debe limpiar, afilar y ajustar la armadura según lo recomienda San Pablo: “Por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir contra las asechanzas del diablo…y tras haber vencido todo, os mantengáis firmes” (Ef.6. 10-13)

El examen de conciencia realizado con seriedad y continuidad, es un gran medio para alcanzar el conocimiento personal, la madurez, la coherencia de vida y el progreso por el camino del bien. Nos hace sensibles al pecado y nos ayuda a superar las tentaciones, pruebas y contrariedades.

A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios conforme al criterio del Evangelio.

¿Soy caritativo en mis pensamientos hacia los demás? ¿Se disculpar los fallos y errores? ¿o me he formado ya la costumbre de mirar todo con ojos justicieros e interpretar su forma de actuar?

            ¿He desechado ya de mi vida todo rencor? ¿Toda envidia? ¿Celos? ¿Deseo de venganza? ¿Habita en mí el perdón y la misericordia?

            ¿Oro por los demás especialmente aquellos que me han hecho del mal? ¿Cuándo perdono verdaderamente cancelo la deuda que la otra persona ha contraído hacia mi independientemente si me pide o no este perdón?  

Tema 2

Consecuencias para quien perdona.

Decíamos en la sesión anterior que a Diferencia del resentimiento producido por ciertas ofensas, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir. El perdón es un acto de voluntad porque consiste en una decisión. Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme, y por lo tanto, lo libero en cuanto deudor. Y para dejar de sentir los efectos de la ofensa, debo pedir a Dios su gracia.

Este modo de proceder es radical e incluye diversas consecuencias para quien perdona. Veámoslas.

1.         Modificar los sentimientos negativos

                        La decisión de cancelar la deuda al ofensor es un acto de amor y exige también el deseo de eliminar los efectos subjetivos que la ofensa produjo en mí, como son el odio, el resentimiento, el afán de venganza. Perdonar “es dejar de odiar, y está es, precisamente la definición de la misericordia: es la virtud que triunfa sobre el rencor, sobre el odio justificado (por lo que trasciende la justicia), sobre el resentimiento, el deseo de venganza, de castigo. Es entonces la virtud que perdona, no por suprimir la ofensa, porque no lo podemos hacer, sino por la interrupción del resentimiento hacia quien nos ofendió o perjudicó”. Ciertamente estas decisiones no eliminan automáticamente las tendencias emocionales, los sentimientos generados por la ofensa, pero lleva a no consentirlos y a poner los medios para tratar de modificarlos progresivamente.

La eliminación de esos sentimientos negativos, provocados por la ofensa, puede resolverse por una vía indirecta. En lugar de reprimirlos es más efectivo tratar de darle un giro que lo haga cambiar de signo. Al sentir la herida, podemos pensar en el daño que el otro se ha hecho a sí mismo al ofendernos, y dolernos por él; podemos también pedirle a Dios que lo ayude a enmendar su acción errónea, a pesar de que estamos aún experimentando sus efectos. No está en nuestras manos no sentir ya la ofensa y olvidarla, pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

Cancelar la deuda que se produce al perdonar implica a la persona que perdona. No es un acto en el que la subjetividad queda al margen, como si se tratara de un negocio que se resuelve fríamente. Perdonar exige restablecer la relación que se tenía con el otro antes de que se cometiera la ofensa. Si la relación era estrecha, exigirá restablecimiento desde el amor interior. No basta cancelar la deuda y mantenerse al margen. Es preciso que ningún sentimiento negativo que produjo la ofensa, ensombrezca la relación amorosa que existía. Cuando alguien ha sido ofendido por un amigo, no podrá decirle: te perdono, pero de ahora en adelante guardaremos nuestras distancias. Si realmente lo ha perdonado las distancias han de desaparecer. Deberá tratarlo como si nada hubiera ocurrido, aceptarlo a pesar del daño ocasionado, aun cuando la herida no haya desaparecido todavía. Ciertamente, en este caso en el que la amistad exige reciprocidad, se requerirá que e otro rectifique, porque si mantiene su disposición ofensiva, la relación no se podrá reconstruir, por más que el ofendido perdone.

2.         Perdón y la prudencia

                        Cuando alguien ha producido un daño y mantiene su intención de seguirlo cometiendo, es perfectamente válido que el afectado al perdonar ponga las medidas de prudencia necesarias para evitar que el otro siga realizando su propósito. Si alguien viene a mi casa y roba o intenta agredir a una persona de mi familia, lo puedo perdonar, pero evitaré que vuelva a entrar a la casa, al menos mientras no me conste que sus intenciones han cambiado realmente. Este modo de proceder no responde sólo al derecho que tengo de proteger lo personal, sino también al afán por ayudar al ofensor. Si perdonar es un acto de amor y el amor consiste en buscar el bien del otro, en la medida en que ayude al enemigo a evitar acciones que lo dañan, le estaré haciendo un bien. Si además de cerrarle las puertas de mi casa para que no concrete sus malos propósitos, puedo influir de alguna forma en su conducta, deberé hacerlo, si quiero llevar el perdón hasta sus últimas consecuencias.

Del mismo modo, en algunas ocasiones el bien de la persona que cometió la ofensa, puede requerir una acción punitiva por parte del que perdona. Un castigo puede ser compatible con el perdón, si lo que se busca es realmente el bien del otro, no la venganza. Una madre puede llamarle fuertemente la atención a su hija que ha desobedecido, y simultáneamente perdonarla; incluso imponerle un castigo, si este recurso fuese lo más acertado para que se corrigiera.

También aquí es necesario, en muchos casos, sobre ponerse a los propios sentimientos, si en verdad se busca el bien de los demás. Es más cómodo perdonar y quedarse pasivo ante el error del otro, que perdonarlo y tomar las medidas correctivas que lo mejoren. Perdonar no significa necesariamente cancelar el castigo o las deudas materiales, sino eliminar la deuda moral que el otro contrajo conmigo al ofenderme.

Puede suceder que, después de perdonar y renunciar a toda venganza personal, permanezca, amparado en el sentido de justicia, un sentimiento sutil, el deseo de que un tercero ejecute la venganza, como un decir “yo te perdono, pero ya te las verás con Dios”. Quien procede así no estará realmente perdonando.

El perdón es un acto radical de la voluntad, que incluye dos aspectos, por una parte, la decisión de cancelar la deuda moral que viene de la ofensa recibida, restablecer la relación con la persona que me ha ofendido y buscar su bien, según convenga en cada caso; por otra parte, tratar de eliminar los sentimientos contrarios provocados por la ofensa, cambiándolos por otros positivos.

3.         Perdonar y olvidar

¿Qué relación existe entre perdonar y olvidar? ¿Perdonar es olvidar? ¿Olvidar es perdonar? ¿Qué significa la expresión “perdono pero no olvido”?

Hemos visto que el acto de perdonar consiste en una decisión de la voluntad. La acción de olvidar, en cambio, tiene lugar en el ámbito de la memoria, que no responde inmediatamente a los mandatos de la voluntad. Yo puedo decidir olvidar una ofensa y que se borre aquel recuerdo, pero no lo consigo. La ofensa sigue ahí, en el archivo de la memoria, a pesar del mandato voluntario. Lo primero que esto me dice es que olvidar no es lo mismo que perdonar, porque yo puedo decidir perdonar y perdono, mientras que mi decisión de olvidar no tiene el mismo resultado. El perdón entonces puede ser compatible con el recuerdo de la ofensa.

            En cambio la expresión “perdono pero no olvido” significa, en el fondo, no quiero olvidar, y ese no querer olvidar equivale a no querer perdonar. ¿Por qué? Cuando se perdona se cancela la deuda del ofensor, lo cual es incompatible con querer mantenerla, con no querer olvidar. Perdonar es querer olvidar.

Ordinariamente, si la decisión de perdonar que incluye el deseo de olvidar, de no registrar los insultos, ha sido fieme y se mantiene, el recuerdo de la ofensa irá perdiendo intensidad, y en muchos casos, acabará desapareciendo con el paso del tiempo. Pero aun si esto último no ocurriera, el perdón se ha realizado ya que su esencia no es olvidar, sino la decisión de liberar al ofensor de una deuda contraída. Una señal elocuente de que he perdonado aunque no haya podido olvidar, es que el recuerdo involuntario de la ofensa, no cuenta cuando me dirijo a la persona.

Tal vez no sea posible olvidar, pero hay que proceder como si hubiera olvidado. El verdadero perdón exige obrar de este modo. Porque “el verdadero amor, no lleva cuantas del mal (1Cor 13, 5)”.

Por otra parte ¿podemos decir que olvidar es perdonar? Ya hemos visto que se trata de dos acciones que no se pueden identificar. Una ofensa se puede perdonar sin haber sido perdonada, aunque si el agravio ha sido intenso, difícilmente se olvidará sino se perdona. Por eso cuando la ofensa ha sido grave y se ha decidido perdonarla, el olvido puede ser una clara confirmación de que realmente se ha perdonado. Borges narra, con brillante imaginación, un supuesto encuentro de Caín y Abel, tiempo después del asesinato, que ilustra lo que acabamos de decir: “Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron fuego y comieron.

Guardaban silencio a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen. Abel contestó: ´ ¿tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo, aquí estamos juntos otra vez como antes´ Ahora sé que me has perdonado Caín, yo trataré también de olvidar”.

Cuestionario práctico

            ¿Soy acaso de los que perdono pero no olvido?

Si no puedo olvidar las caídas ajenas, ¿por lo menos he aprendido a silenciar sus errores, de una vez para siempre, o soy de los que escarbo en la herida, una y otra vez, sin dejar nunca que cicatrice?

            ¿Soy sincero cuando pido perdón? ¿Totalmente franco y veraz? ¿Espero con humildad y confianza el perdón?

Reflexión

            El perdón, ¡fuente de felicidad! Aquí tienes un modo sencillo, al alcance de tu mano, de gustar esa felicidad y paz del alma: aprende a perdonar de corazón y de corazón a pedir perdón. Pues, no viene mal recordarlo, todo hombre es débil. Es cierto, pero con todo y todo, como nos lo susurra Víctor Hugo, en Los Miserables: “Mas si a pesar de sus esfuerzos, cae, es una caída, sí, pero caída sobre las rodillas que puede transformarse en oración”. Y esa oración, merece la pena escucharla…

Oración para pedir perdón

            Señor Jesucristo, hoy te pido la gracia de poder perdonar a todos los que me han ofendido en mi vida.

            Sé que Tú me darás la fuerza para perdonar.

Te doy gracias porque Tú me amas y deseas mi felicidad más que yo mismo.

            "Señor Jesucristo, hoy quiero perdonarme por todos mis pecados, faltas y todo lo que es malo en mí y todo lo que pienso que es malo.

            Señor, me perdono por cualquier intromisión en ocultismo, usando tablas de uija, horóscopos, sesiones, adivinos, amuletos, tomado tu nombre en vano, no adorándote; por herir a mis padres, emborracharme, usando droga, por pecados contra la pureza, por adulterio, aborto, robar, mentir.

            Me perdono de verdad. Señor, quiero que me sanes de cualquier ira, amargura y resentimiento hacia Ti, por las veces que sentí que Tú mandaste la muerte a mi familia, enfermedad, dolor de corazón, dificultades financieras o lo que yo pensé que eran castigos. ¡Perdóname, Jesús, Sáname!

            Señor, perdono a mi madre por las veces que me hirió, se resintió conmigo, estuvo furiosa conmigo, me castigó, prefirió a mis hermanos y hermanas a mí, me dijo que era tonto, feo, estúpido o que le había costado mucho dinero a la familia, o cuando me dijo que no era deseado, que fui un accidente, una equivocación o no era lo que ella quería.

            Perdono a mi padre por cualquier falta de apoyo, falta de amor, o de afecto, falta de atención, de tiempo, o de compañía, por beber, por mal comportamiento, especialmente con mi madre y los otros hijos, por sus castigos severos, por desertar, por estar lejos de casa, por divorciarse de mi madre, por no serle fiel.

            Señor, perdono a mis hermanos y hermanas que me rechazaron, dijeron mentiras de mí, me odiaron, estaban resentidos contra mí, competían conmigo por el amor de mis padres; me hirieron físicamente o me hicieron la vida desagradable de algún modo. Les perdono, Señor.

 

Señor, perdono a mi cónyuge por su falta de amor, de afecto, de consideración, de apoyo, por su falta de comunicación, por tensión, faltas, dolores o aquellos otros actos o palabras que me han herido o perturbado.

            Señor, perdono a mis hijos por su falta de respeto, obediencia, falta de amor, de atención, de apoyo, de comprensión, por sus malos hábitos, por cualquier mala acción que me puede perturbar.

            Señor, perdono a mi abuela, abuelo, tíos, tías y primos, que hayan interferido en la familia y hayan causado confusión, o que hayan enfrentado a mis padres.

            Señor, perdono a mis parientes políticos, especialmente a mi suegra, mi suegro, perdono a mis cuñados y cuñadas.

            Señor, hoy te pido especialmente la gracia de perdonar a mis yernos y nueras, y otros parientes por matrimonio, que tratan a mis hijos sin amor.

            Jesús, ayúdame a perdonar a mis compañeros de trabajo que son desagradables o me hacen la vida imposible. Por aquellos que me cargan con su trabajo, cotillean de mí, no cooperan conmigo, intentan quitarme el trabajo. Les perdono hoy.

            También necesito perdonar a mis vecinos, Señor. Por el ruido que hacen, por molestar, por no tener sus perros atados y dejar que pasen a mi jardín, por no tener la basura bien recogida y tener el vecindario desordenado; les perdono.

            Ahora perdono a mi párroco y los sacerdotes, a mi congregación y mi iglesia por su falta de apoyo, mezquindad, falta de amistad, malos sermones, por no apoyarme como debieran, por no usarme en un puesto de responsabilidad, por no invitarme a ayudar en puestos mayores y por cualquier otra herida que me hayan hecho; les perdono hoy.

            Señor, perdono a todos los profesionales que me hayan herido en cualquier forma, médicos, enfermeras, abogados, policías, trabajadores de hospitales. Por cualquier cosa que me hicieron; les perdono sinceramente hoy.

            Señor, perdono a mi jefe por no pagarme lo suficiente, por no apreciarme, por no ser amable o razonable conmigo, por estar furioso o no ser dialogante, por no promocionarme, y por no alabarme por mi trabajo.

            Señor, perdono a mis profesores y formadores del pasado así como a los actuales; a los que me castigaron, humillaron, insultaron, me trataron injustamente, se rieron de mí, me llamaron tonto o estúpido, me hicieron quedar castigado después del colegio.

            Señor, perdono a mis amigos que me han decepcionado, han perdido contacto conmigo, no me apoyan, no estaban disponibles cuando necesitaba ayuda, les presté dinero y no me lo devolvieron, me criticaron.

            Señor Jesús, pido especialmente la gracia de perdonar a esa persona que más me ha herido en mi vida. Pido perdonar a mi peor enemigo, la persona que más me cuesta perdonar o la persona que haya dicho que nunca la perdonaría. "Gracias Jesús, porque me estás liberando del mal de no perdonar y pido perdón a todos aquellos a los que yo también he ofendido.  Gracias, Señor, por el amor que llega a través de mí hasta ellos. Amén. 

Tema 3

La misericordia Divina

La palabra misericordia tiene su origen en dos palabras del latín: miserere, que significa tener compasión, y cor, que significa corazón. Ser misericordioso es tener un corazón compasivo. La misericordia, junto con el gozo y la paz, son efectos del perdón; es decir, del amor.

Un palpable ejemplo de este tipo de amor misericordioso es el de Dios que siempre está dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar a renovar. Para educarnos en el perdón debemos constantemente recordarlo.

Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en muchas otras ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.

Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también una especie de frase oculta, compuesta por cinco palabras: “Creo en la misericordia divina”. No se trata aquí de añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de nuestra fe.

Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír, suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.

El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.

 

Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor, que es sobre todo) el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.

Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.

Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Repitió una y otra vez que la misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias.

Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos. “Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías” (Sal 103,11-12).

La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con aceite y vino, lo monta en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos Padres, Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.

Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos dejó el Papa Juan Pablo II. Especialmente en la encíclica “Dives in misericordia” (Dios rico en misericordia), donde explicó la relación que existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino: “Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que ´Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito´, Dios, que ´es amor´, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal” (Dives in misericordia n. 13).

Además, Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia que fue manifestada a santa Faustina Kowalska. Una devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer y celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y contingente) con la fuerza del bien y del amor omnipotente.

Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: “Era yo, yo mismo el que tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados” (Is 43,25). Creo en el Dios que dijo en la cruz “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.

Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y ser, hijos (1Jn 3,1).

A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que sea siempre alabado y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento” (1Pe 1,3-5).

¿Dónde encontrarnos con la misericordia de Dios?

El padre Eugenio Lira Rugarcía en su libro ¡Venga a mí! La Divina Misericordia nos recuerda cinco medios para experimentar a este Dios rico en misericordia.

Capítulo 3: Lugares de encuentro con La Divina Misericordia

3.1- MEDITACIÓN ORANTE DE LA PALABRA DE DIOS

            “Toda la Escritura divina es un libro y este libro es Cristo, porque toda la Escritura divina habla de Cristo, y toda la Escritura divina se cumple en Cristo” . 59 De ahí que el Magisterio de la Iglesia nos recomiende la lectura asidua de la Palabra de Dios ,60 ya que en ella Dios conversa con nosotros 61 Por eso el Salmista proclama: Antorcha para mis pies es tu Palabra, luz en mi sendero (Sal 119,105).

Si, por nuestro bien debemos conocerla, meditarla, vivirla y anunciarla, a la luz de la Tradición de la Iglesia y del Magisterio :62 “Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó sobre roca (Mt 7, 24). Consciente de esto, aún en medio de su locura, don Quijote afirmaba de las letras divinas: “tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como éste ninguno otro se le puede igualar” . 63

Sin embargo, hay quienes no le dan importancia; y mezclando la fe con supersticiones, dejan que cualquier libro o película les confunda y les arrebate esa preciosa semilla. Otros se entusiasman de momento, pero al no ser constantes están débiles, y cuando les llega un problema, lo dejan todo. En cambio, quienes reciben la Palabra de Dios, y confiando en su eficacia la meditan con la guía de la Iglesia y la alimentan con los Sacramentos y la oración, dan tal fruto, que son capaces de resistir la adversidad, sabiendo que los sufrimientos de esta vida no se comparan con la felicidad que nos espera.64

3.2- CELEBRACIÓN DE LA LITURGIA

            En la Liturgia está presente Cristo ,65 quien uniéndonos por el Bautismo a su Cuerpo, que es la Iglesia, nos permite ofrecerlo y ofrecernos juntamente con Él, para participar, con la fuerza del Espíritu Santo, en su alabanza y adoración al Padre, fortaleciéndonos en la unidad, y llenándonos del poder transformador de Dios para ser signo e instrumento de salvación para toda la humanidad, participando también de lo que será la Liturgia celestial.66 De entre los miembros de este Cuerpo, el Señor llama a algunos para que, a través del sacramento del Orden sacerdotal representen a Cristo como Cabeza del Cuerpo, anunciando la Palabra de Dios, guiando a la comunidad, y presidiendo la liturgia, especialmente los sacramentos, entre los que destaca la Eucaristía, donde Él se nos entrega para comunicarnos todo el poder salvífico de su pasión, muerte y resurrección, por el que nos une a la Santísima Trinidad y a toda la Iglesia; con la Virgen María y los santos, con el Papa, con el propio Obispo, con todo el clero y con el pueblo de Dios entero, dándonos la esperanza de alcanzar la vida eterna y resucitar con Él el último día, fortaleciéndonos así para vivir el amor y ser constructores de unidad en nuestra familia y en nuestros ambientes, siendo solidarios particularmente con que más nos necesitan.67

3.3- LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE MISERICORDIA

            Esto es mi cuerpo.. esta es mi sangre (Mt 26, 26-28). El que come Mi carne y bebe Mi sangre, tiene vida eterna (Jn 6, 54). Por eso, el propio Jesús exhortaba a santa Faustina: No dejes la Santa Comunión, a no ser que sepas bien de haber caído gravemente... Debes saber que Me entristeces mucho, cuando no Me recibes en la Santa Comunión .68 Mi gran deleite es unirme con las almas. Has de saber, hija Mía, que cuando llego a un corazón humano en la Santa Comunión, tengo las manos llenas de toda clase de gracias y deseo dárselas al alma 69

En el año 304, durante la persecución de Diocleciano, en Abitina, 49 cristianos fueron arrestados un domingo mientras celebraban la Eucaristía. Cuando el procónsul les preguntó por qué habían desobedecido la prohibición del emperador, sabiendo que el castigo sería la muerte, uno de ellos respondió: “sin la Eucaristía dominical no podemos vivir”. 70A los cristianos de hoy, el Papa Benedicto XVI nos ha dicho: “Participar en la celebración dominical, alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y las hermanas en Cristo, es una necesidad... es una alegría”. En ella podemos encontrar “la energía necesaria para el camino que debemos recorrer cada semana” 71

Procuremos comulgar con frecuencia, participando siempre en la Misa Dominical. Dediquemos también algunos momentos a visitar al Santísimo Sacramento .72 “Es hermoso estar con Él –decía Juan Pablo II- y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón”. 73Y si tenemos conciencia de estar en pecado grave, recordemos que antes de Comulgar debemos primero recibir el sacramento de la Reconciliación .74

3.4- LA CONFESIÓN: EXPERIENCIA DE MISERICORDIA

            No es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno sólo (Mt 18, 14). El pecado nos degrada, nos aleja de Dios y de los hermanos, y nos arrebata la vida. Pero Dios, que nos sigue amando, nos busca y nos ofrece en el Sacramento de la Penitencia el perdón que nos reconcilia con Él y con la Iglesia .75 “Como se deduce de la parábola del hijo pródigo, la reconciliación es un don de Dios, una iniciativa suya” . 76 Y “todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente” . 77

Esto, gracias a que la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus apóstoles y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20, 22-23) . 78. Por eso, San Pablo afirma: “Dios nos ha confiado el misterio de la reconciliación... y la palabra de reconciliación” (2 Cor 5, 18 s.). En el Sacramento de la Penitencia, el Padre, con la fuerza del Espíritu Santo, a través de sus sacerdotes que son presencia y prolongación de Jesús Buen Pastor, corre hacia nosotros para abrazarnos y colmarnos de su amor, y la Iglesia se alegra por la vuelta de aquél hermano que estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 32).

Jesús es el cordero de Dios que, con su sacrificio, quita el pecado del Mundo (Cfr. Jn 1, 29. Por eso, Él, que ha venido no para condenar, sino para perdonar y salvar (Cfr. Jn 3, 16), nos invita a acercarnos con confianza a la confesión, donde por su voluntad, el Sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa “in persona Christi”. Así se lo comentó a Santa Faustina: El sacerdote, cuando Me sustituye, no es él quien obra, sino Yo a través de él ; 79 Como tú te comportarás con el confesor, así Yo Me comportaré contigo .80

3.5- LA ORACIÓN

            Una persona subió con entusiasmo a un pequeño barco, con el deseo de aventurarse en el mar. Al zarpar, con emoción sintió la brisa y admiró la inmensidad y la belleza del océano. Pero después, a causa del movimiento, experimentó un terrible mareo. Entonces, el capitán le dijo: “si no quiere sentirse mal, mire hacia arriba”. ¡Qué buen consejo para quienes surcamos el gran mar de la vida!: miremos hacia arriba, para no marearnos, ni con los bienes del mundo, ni con las crisis y problemas. Y mirar hacia arriba es hacer oración, escuchando a Jesús que nos dice: Permaneced en mí, como yo en vosotros (Jn 15,4).

“Para mí, -escribe Santa Teresa del Niño Jesús- la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto en la prueba como en la alegría” . 81 Necesitamos orar para pedir ayuda, dar gracias, alabar, adorar, contemplar, y escuchar a Dios, abriéndole el corazón a Él y al prójimo .82 ¡En la oración, es Dios quien nos busca para saciar nuestra sed de una vida plena y eternamente feliz! . 83 De ahí que Santa Teresa de Ávila diga: “Si alguien no ha empezado a hacer oración...yo le ruego por amor de Dios, que no deje de hacer esto que le va a traer tantos bienes espirituales. En hacerla no hay ningún mal que temer y si mucho bien que esperar” . 84

Habla con tu Dios que es el Amor y la Misericordia Misma ,85 exhortó el Señor a Santa Faustina. Pero ¿cómo orar?; con humildad ,86 confianza y perseverancia .87 Pidan y se les dará, ha prometido Jesús. Sin embargo, quizá alguno diga: “Muchas veces he pedido y no he recibido. Orar no sirve para nada”. Pero seguramente lo que le sucede es aquello que Santa Teresa describe así: “Algunos quisieran tener aquí en la tierra todo lo que desean y luego en el cielo que no les faltase nada. Eso me parece andar a paso de gallina, escarbando entre el basurero” . 88 ¡No perdamos el tiempo, ni entorpezcamos nuestro camino!; creer en Dios es fiarse de Él, sabiendo que nos da lo que más nos conviene, no para una alegría pasajera, sino para nuestra felicidad plena y eterna.

Cuestionario práctico

1.         ¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida? ¿Es algo que ya doy por supuesto o es una presencia viva y que guía todas mis acciones?

2.         ¿Soy sencillo en mis relaciones con Dios? ¿Creo que él me puede transformar con su gracia? ¿Creo que Dios está conmigo en los momentos difíciles, aunque no lo sienta sensiblemente?

3.         ¿Me esfuerzo por conocer más a Cristo a través de los Evangelios y de la frecuente recepción de los sacramentos, especialmente la confesión y la Eucaristía?

4.         ¿Puedo decir que de verdad amo a Cristo, Señor de la misericordia? ¿Cómo es mi amor por él: de sentimiento, superficial, de fe y voluntad, de palabras o de obras?

5.         ¿Cuándo juzgo a las personas y los acontecimientos de mi vida tengo como referencia el ejemplo de Cristo y sus palabras del evangelio?

 

6.         ¿Qué es para mí el sacramento de la penitencia o confesión? ¿Una obligación molesta? ¿Un medio para tranquilizar momentáneamente mi conciencia? ¿una magnífica oportunidad para encontrarme con Cristo y sentir su misericordia infinita? ¿Un camino para reconciliarme con Dios y recibir su perdón?

Cuarta parte: el misterio del perdón

1.      Por qué perdonar

Por qué perdonar. La pregunta tiene su lógica: si es tan difícil perdonar, al menos ciertas ofensas, ¿qué necesidad tenemos de hacerlo?; ¿vale la pena?, ¿qué beneficios trae consigo el perdón?; en definitiva, ¿por qué habremos de perdonar?

El primer motivo que probablemente vendrá a la mente es que, cuando perdonamos, nos liberamos de la esclavitud producida por el odio y el resentimiento, para recobrar la felicidad que había quedado bloqueada por esos sentimientos. Algo que ayudaría muchísimo es darme cuenta que sentir el resentimiento hacia otra persona, he depositado mi felicidad en las manos de esa persona. Le he conferido un poder muy real hacia mí. Volveré a ser libre cuando tome en mis manos la responsabilidad de mi propia felicidad.

Esto normalmente quiere decir que debo perdonar a la persona que resiento. Debo liberar a esa persona de la deuda real o imaginaria que me debe y debo liberarme a mí mismo del elevado precio del constante resentimiento.

También tiene mucho sentido perdonar en función de nuestras relaciones con los demás. Las diferencias con las personas que tratamos y queremos forman parte ordinaria de esas relaciones. Algunas veces, tales diferencias pueden convertirse en agravios, que duelen más cuando provienen de quienes más queremos: los padres, los hijos, el propio conyugue, los amigos o las amigas. Si existe la capacidad y disposición de perdonar, estas situaciones dolorosas se superan y se recobra el amor a la amistad. En cambio, sino se perdonan, el amor se enfría o, incluso, puede quedar convertido, en odio; y la amistad, con todo el valor que encierra, puede perderse para siempre.

Además de estos motivos humanos para perdonar, existen rezones que podríamos llamar sobrenaturales, porque derivan de nuestra relación con Dios. De ninguna manera se contraponen a las anteriores, sino que las refuerzan y complementan. Hay algunas situaciones extremas en las que los argumentos humanos resultan insuficientes para perdonar, y entonces, se hace necesario recurrir a este otro nivel trascendente para encontrar el apoyo que falta. ¿Cuáles son estas razones?

Dios nos ha hecho libres y, por tanto, capaces de amarle o de ofenderle mediante el pecado. Si optamos por ofenderle, Él nos puede perdonar si nos arrepentimos, pero para ella ha establecido una condición: que antes perdonemos nosotros al prójimo que nos haya agraviado. Así lo repetimos en la oración del padre nuestro:”Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Podríamos preguntarnos porque Dios condiciona su perdón a que nosotros perdonemos y, aún más, nos exige que perdonemos a nuestros enemigos incondicionalmente, es decir, aunque éstos no quieran rectificar. Lógicamente Dios no pretende dificultarnos el camino y siempre quiere lo mejor para nosotros. Él desea profundamente perdonarnos, pero su perdón no puede penetrar en nosotros sino modificamos nuestras disposiciones. Al negarnos a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, se endurece y se lo hace impenetrable al amor misericordioso del padre. Dios respeta nuestra libertad. Condiciona su intervención a nuestra libre apertura para recibir su ayuda. Y la llave que abre el corazón para que el perdón divino pueda entrar es el acto de perdonar libremente a quien nos ha ofendido, no sólo alguna vez, aisladamente, sino incluso de manera reiterativa.

Porque tal vez no es tan difícil perdonar sólo una gran ofensa. ¿Pero cómo olvidar las provocaciones incesantes de la vida cotidiana?, ¿cómo perdonar de manera permanente a una suegra dominante, a un marido fastidioso, a una esposa regañona, a una hija egoísta o a un hijo mentiroso? A mi modo de ver, sólo es posible conseguirlo recordando nuestra situación, comprendiendo el sentido el sentido de estas palabras en nuestras oraciones de cada noche: “perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Sólo en estas condiciones podemos ser perdonados.

Además Jesús insistió muchas otras veces en la necesidad del perdón. Cuando Pedro le pregunta si hay que perdonar hasta siete veces, le contesta que hasta setenta veces siete, indicando con la respuesta que el perdón no tiene límites; pidió perdonar a todos, incluso a los enemigos, y a los que devuelven mal por bien. Para el cristiano, estas enseñanzas constituyen una razón poderosa a favor del perdón, pues están dictadas por el maestro.

Pero Jesús que es el modelo a seguir para quien tiene fe en él, no sólo predicó el perdón sino que lo practicó innumerables veces. En su vida encontramos abundantes hechos en los que se pone de manifiesto su facilidad para perdonar, lo cual es probablemente la nota mejor que expresa el amor que hay en su corazón: Por ejemplo mientras los escribas y fariseos acusan a una mujer sorprendida en adulterio, Jesús la perdona y le aconseja que no peque más; cuando le llevan a un paralítico en una camilla para que lo cure, antes le perdona sus pecados; cuando Pedro lo niega por tres veces, a pesar de las advertencias, Jesús lo mira, lo hace reaccionar y no solamente le perdona, sino que le devuelve toda confianza, dejándole al frente de la Iglesia. Y el momento culminante del perdón de Jesús tiene lugar en la cruz, cuando eleva su oración por aquellos que le están martirizando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

La consideración de que el pecado es una ofensa a Dios, que la ofensa adquiere dimensiones infinitas por ser Dios el ofendido, y a pesar de ello Dios perdona nuestros pecados, cuando ponemos lo que está de nuestra parte, nos permite ver la desproporción tan grande que existe entre ese perdón divino y el perdón humano. Por eso resulta muy lógico el siguiente consejo: “Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te perdona Dios a ti”. Y este “más” incluye el aspecto cuantitativo, es decir las innumerables veces que hemos ofendido a Dios y Él ha estado dispuesto a perdonarnos. Por eso, este argumento tiene valor perenne, cualquiera que sea la magnitud de la ofensa que hayamos recibido, y el número de veces que hemos sido agraviados.

Hasta donde perdonar

            Hay ofensas que parecerían imperdonables por su magnitud, por recaer en personas inocentes o por las consecuencias que de ellas se derivan. Humanamente hablando no encontraríamos justificación suficiente para perdonarlas, y es que el perdón no se puede entender, en toda su dimensión y en todos los casos, con esquemas sólo humanos. Sólo desde la perspectiva de Dios podemos comprender que incluso lo que parece imperdonable puede ser perdonado, porque “no hay límite ni medida en el perdón, especialmente en el divino”. El hombre si realmente desea perdonar, debe vincularse a Dios. Sólo así se explica, por ejemplo, el testimonio de Juan Pablo II que sacudió a la humanidad cuando, a los pocos días del atentado del 13 de mayo de 1981, en cuanto salió del hospital, visitó personalmente a su agresor, Ali Agca, lo abrazó, y posteriormente comentó: “Le he hablado como se le habla a un hermano que goza de mi confianza, y al que he perdonado”.

Esta universalidad del perdón incluye también aquellas ofensas que más nos cuestan perdonar: las que padecen las personas que más amamos. Emocionalmente experimentamos en estos casos que, si perdonamos a quienes han cometido el abuso, estamos traicionando el afecto que sentimos hacia la persona ofendido. Pero una vez más será preciso no dejarse llevar por el sentimiento y tratar de distinguir el afecto que sentimos hacia ese ser querido, y la acción de perdonar. Y en la medida de nuestras posibilidades procuraremos concretar el amor buscando el bien de ambas partes: de quien ha recibido la ofensa y amamos naturalmente, mediante la ayuda y el afecto que le convenga, de quien ha cometido la ofensa, a través del correctivo que le facilite rectificar su conducta.

La ausencia de límites y medida en el perdón incluye también volver a perdonar cada vez que la ofensa se repita. La frese de Jesús, “hasta setenta veces siete”, tiene este sentido. Perdonar siempre significa que cada vez que se repite el perdón es como si fuera la primera vez. Porque lo pasado ya no existe. Porque todas las ofensas anteriores fueron anuladas y todas han sido borradas del corazón.

No Confundir el Perdón con la Codependencia

            Es cierto que debemos perdonar "hasta 70 veces siete", es una realidad que debemos perdonar todas las veces que somos ofendidos. Sin embargo, también debemos ser cautelosos y conscientes de la dignidad de nuestra persona, de la protección y la salvaguarda de nuestra integridad, así como de la protección y salvaguarda de la integridad de personas que están a nuestro cuidado. Es importante cancelar una deuda moral, pero esto no significa que debamos exponernos a un peligro constante y latente.

Cuando una persona agrede repetidamente de una manera violenta y física a nosotros o a personas que estén a nuestro cuidado, tal vez como efecto de alguna adicción padecida por el agresor, es importante cancelar la deuda moral para estar en paz con aquella persona y con Dios, así como con nosotros mismos, pero es preciso tomar las precauciones y medidas que sean necesarias para nuestra protección. Incluso si es necesario, apartándonos del agresor y hasta rompiendo la relación con esta persona que puede resultar peligrosa.

No debemos confundir el "perdonar 70 veces siete" con una actitud de codependencia, en la que dependemos para vivir como una adicción, de una persona que nos agrede y nos pone en riesgo. Debemos recordar que Dios quiere que perdonemos en primer lugar por nuestro propio bien, para que no carguemos con ese peso del resentimiento que nubla nuestra paz interior y nuestra relación con otros y con Dios mismo. Al mismo tiempo, Dios quiere que se respete nuestra integridad.

Reflexión final:

            Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él. ¡Qué difícil! Pero hay que intentarlo porque Cristo quiere perdonar, y el hombre necesita ser perdonado, y tú puedes dar ese perdón.

No te canses de perdonar como Cristo, aunque falte mucho para igualar al modelo; no te canses y si además lo tratas de hacer como Él lo haría, ¡mil veces!

Necesitan tus hermanos sentir la mano de Cristo en el hombro, el beso de Dios en la frente; la mano que enjuga las lágrimas. Tú eres esa mano y ese beso de Dios; intenta hacerlo como Dios. Si perdonas como Él, te perdonarán; si enjugas lágrimas con idéntica ternura, ellos te amarán; si les besas en la herida purulenta, sanarán.

 

¡Qué difícil! Pero tienes que intentarlo, aunque al principio no te salga igual; intenta hasta que seas de verdad ese Cristo en la tierra, ese Cristo que los hombres odian, y que, sin embargo, necesitan más que el pan y el vino. Te necesitan, no te escondas de ellos, aunque sólo en el cielo te lo agradezcan.

Tu corazón debe acostumbrarse a amar y hacerlo con gusto y con amor; tu corazón debe aprender a perdonar, a perdonar mucho, a perdonar con amor. Si perdonas en nombre de Cristo, debes hacerlo como Él.

                        Te dejo el testimonio de Cardenal Francisco Xavier Nuguyen Van Thuan .

            En 1975, François Xavier Nguyên Van Thuân fue nombrado por Pablo VI arzobispo de Ho Chi Minh (la antigua Saigón), pero el gobierno comunista definió su nombramiento como un complot y tres meses después le encarceló.

            Durante trece años estuvo encerrado en las cárceles vietnamitas. Nueve de ellos, los pasó régimen de aislamiento.

            Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam a donde no ha podido regresar, ni siquiera para ver a su anciana madre. Fue presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz de la Santa Sede.

MISERICORDIA

            Los "defectos" de Jesús

En la prisión, mis compañeros, que nos son católicos, quieren comprender "las razones de mi esperanza". Me preguntan amistosamente y con buena intención: "¿Por qué lo ha abandonado usted todo: familia, poder, riquezas, para seguir a Jesús? ¡Debe de haber un motivo muy especial". Por su parte, mis carceleros me preguntan: "¿Existe Dios verdaderamente? ¿Jesús? ¿Es una superstición? ¿Es una invención de la clase opresora?"

Así pues, hay que dar explicaciones de manera comprensible, no con la terminología escolástica, sino con las palabras sencillas del Evangelio.Los defectos de Jesús

Un día encontré un modo especial de explicarme. Pido vuestra comprensión e indulgencia si repito aquí delante de la Curia, una confesión que puede sonar a herejía:"Lo he abandonado todo para seguir a Jesús porque amo los defectos de Jesús".

Primer defecto: Jesús no tiene buena memoria. En la cruz, durante su agonía, Jesús oyó la voz del ladrón a su derecha: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino" (Lc 23, 42). Si hubiera sido yo, le habría contestado: "No te olvidaré, pero tus crímenes tienen que ser expiados, al menos con 20 años de purgatorio". Sin embargo Jesús le responde: "Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43). El olvida todos los pecados de aquel hombre. Algo análogo sucede con la pecadora que derramó perfume en sus pies: Jesús no le pregunta nada sobre su pasado escandaloso, sino que dice simplemente: "Quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor" (Lc 7, 47).La parábola del hijo pródigo nos cuenta que éste, de vuelta a la casa paterna, prepara en su corazón lo que dirá: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros" (Lc 15, 18-19). Pero cuando el padre lo ve llegar de lejos, ya lo ha olvidado todo; corre a su encuentro, lo abraza, no le deja tiempo para pronunciar su discurso, y dice a los siervos, que están desconcertados: "Traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado" (Lc 15, 22-24).

Jesús no tiene una memoria como la mía; no sólo perdona y perdona a todos, sino que incluso olvida que ha perdonado.

            Segundo defecto: Jesús no sabe matemáticas. Si Jesús hubiera hecho un examen de matemáticas, quizá lo hubieran suspendido. Lo demuestra la parábola de la oveja perdida. Un pastor tenía cien ovejas. Una de ellas se descarría, y él, inmediatamente, va a buscarla dejando las otras noventa y nueve en el redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura sobre sus hombros (cf. Lc 15, 4-7).Para Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más! ¿Quién aceptaría esto? Pero su misericordia se extiende de generación en generación...Cuando se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar por ningún riesgo, por ningún esfuerzo.

¡Contemplemos sus acciones llenas de compasión cuando se sienta junto al pozo de Jacob y dialoga con la samaritana o bien cuando quiere detenerse en casa de Zaqueo! ¡Qué sencillez sin cálculo, qué amor por los pecadores!

Tercer defecto: Jesús no sabe de lógica. Una mujer que tiene diez dracmas pierde una. Entonces enciende la lámpara para buscarla. Cuando la encuentra, llama a sus vecinas y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido". (cf. Lc 15, 8-9)¡Es realmente ilógico molestar a sus amigas sólo por una dracma! ¡Y luego hacer una fiesta para celebrar el hallazgo! Y además, al invitar a sus amigas ¡gasta más de una dracma! Ni diez dracmas serían suficientes para cubrir los gastos...Aquí podemos decir de verdad, con las palabras de Pascal, que "el corazón tiene sus razones, que la razón no conoce".Jesús, como conclusión de aquella parábola, desvela la extraña lógica de su corazón: "Os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 10).

Cuarto defecto: Jesús es un aventurero. El responsable de publicidad de una compañía o el que se presenta como candidato a las elecciones prepara un programa detallado, con muchas promesas. Nada semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanaos, está destinada al fracaso. Él promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos, que lo han dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el alojamiento, sino sólo compartir su mismo modo de vida. A un escriba deseoso de unirse a los suyos, le responde: "Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8, 20).El pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero "autorretrato" de Jesús aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de principio a fin una paradoja, aunque estemos acostumbrados a escucharlo:"Bienaventurados los pobres de espíritu...,bienaventurados los que lloran...,bienaventurados los perseguidos por la justicia...,bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos" (Mt 5, 3-12).Pero los discípulos confiaban en aquel aventurero. Desde hace dos mil años y hasta el fin del mundo no se agota el grupo de los que han seguido a Jesús. Basta mirar a los santos de todos los tiempos. Muchos de ellos forman parte de aquella bendita asociación de aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin fax...!

Quinto defecto: Jesús no entiende ni de finanzas ni de economía. Recordemos la parábola de los obreros de la viña: "El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Salió luego hacia las nueve y hacia mediodía y hacia las tres y hacia las cinco... y los envió a sus viñas". Al atardecer, empezando por los últimos y acabando por los primeros, pagó un denario a cada uno. (cf. Mt 20, 1-16).Si Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de empresa, estas instituciones quebrarían e irían a la bancarrota: ¿cómo es posible pagar a quien empieza a trabajar a las cinco de la tarde un salario igual al de quien trabaja desde el alba? ¿Se trata de un despiste, o Jesús ha hecho mal las cuentas? ¡No! Lo hace a propósito, porque –explica-: "¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?"Y nosotros hemos creído en el amor. Pero preguntémonos: ¿por qué Jesús tiene estos defectos? Porque es Amor (cf. 1 Jn 4, 16). El amor auténtico no razona, no mide, no levanta barreras, no calcula, no recuerda las ofensas y no pone condiciones. Jesús actúa siempre por amor. Del hogar de la Trinidad él nos ha traído un amor grande, infinito, divino, un amor que llega –como dicen los Padres- a la locura y pone en crisis nuestras medidas humanas. Cuando medito sobre este amor mi corazón se llena de felicidad y de paz. Espero que al final de mi vida el Señor me reciba como al más pequeño de los trabajadores de su viña, y yo cantaré su misericordia por toda la eternidad, perennemente admirado de las maravillas que él reserva a sus elegidos. Me alegraré de ver a Jesús con sus "defectos", que son, gracias a Dios, incorregibles. Los santos son expertos en este amor sin límites. A menudo en mi vida he pedido a sor Faustina Kowalska que me haga comprender la misericordia de Dios. Y cuando visité Paray-le-Monial, me impresionaron las palabras que Jesús dijo a santa Margarita María Alacoque: "Si crees, verás el poder de mi corazón”. Contemplemos juntos el misterio de este amor misericordioso.

Cuestionario personal

¿Agradezco a Dios el perdón de mis pecados?

            ¿Siento la alegría de haber encontrado el perdón de Dios o me olvido rápidamente de esta gracia?

            ¿Pido perdón por los que no lo piden?

¿Deseo con todo mi corazón perdonar todas las veces que sea necesario? 

2.

¿Cómo perdonar?

            Las personas que se dejan dominar por su imaginación e inventan agravios o exageran los que reciben, lo mismo que no distinguen lo que se debe excusar de lo que se debe perdonar, se consideran obligadas a perdonar lo innecesario, con lo que la tarea del perdón se hace mucho más difícil. Pero también es equivocado el camino contrario, el de aquel que no quiere reconocer las bondades del perdón ante la ofensa real y pretende olvidar para no tener que perdonar. En este caso la herida permanece porque no se ha perdonado. Por ello es importante siempre que recibimos o sentimos una ofensa, analizarla para eliminar la exageración y lo que puede ser imaginario de nuestra forma de interpretar la ofensa y si ver que es lo verdadero en ella. En otras palabras para perdonar hay que ser realistas, cruelmente realistas.

 

Para poder perdonar debemos ser valientes para mirar de frente al horror, a la injusticia, a la maldad de la que fuimos objeto. No debemos distorsionar, ni sólo disculpar, ni mucho menos ignorar. Hay que ver la ofensa frente a frente y llamarla por su nombre. Sólo si somos realistas podremos perdonar.

Dicho de otro modo, el perdón verdadero implica mirar sin rodeos el pecado, la parte inexcusable y reconciliarse a pesar de todo con la persona que lo ha cometido. Esto y nada más que esto es el perdón y siempre podremos recibirlo de Dios, si lo pedimos.

En la parábola del hijo pródigo, el hijo mayor no puede perdonar a su hermano por una sencilla razón: porque él no se considera necesitado de perdón. Siempre se ha portado bien, ha permanecido en la casa paterna y no tiene nada de qué arrepentirse. Cuando uno comprendemos que somos pecadores y necesitamos del perdón de Dios, nos será fácil perdonar a los demás.

Tenemos que ser perdonados para poder perdonar. San Juan Crisóstomo decía que “aquél que considere sus propios pecados estaré más pronto al perdón de su compañero”. Reconocer nuestras ofensas no es otra cosa que ser humildes, y la humildad es la base para cualquier acción buena, especialmente cuando la acción ha de estar movida por el amor, como ocurre con el perdón. El soberbio sólo se ama a sí mismo, no se considera necesitado del perdón y, en consecuencia, no puede perdonar.

Para perdonar se requiere también fortaleza, tanto para que la decisión de liberar al otro, de perdonar a la otro, sea firme, a pesar del tiempo. Recordemos que la decisión de perdonar no hace que desaparezca automáticamente la herida, ni desaparece de la memoria, por esto se debe reiterar la decisión de perdonar cada vez que la herida se sienta o la ofensa se recuerde.

 

Pero a pesar de las disposiciones anteriores (humildad y fortaleza, hay ocasiones en que perdonar supera la capacidad personal. Es entonces el momento de recordar que el perdón, en su esencia más profunda, es divino, por lo que se hace necesario acudir a Dios para poderlo otorgar. De la acogida del perdón divino brota el compromiso de perdonar a los hermanos.

II. ¿Qué actitudes nos disponen a perdonar?

            Después de aclarar, en grandes líneas, en qué consiste el perdón, vamos a considerar algunas actitudes que nos disponen a realizar este acto que nos libera a nosotros y también libera a los demás.

1. Amor

            Perdonar es amar intensamente. El verbo latín per-donare lo expresa con mucha claridad: el prefijo per intensifica el verbo que acompaña, donare. Es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón.

Sin embargo, cuando alguien nos ha ofendido gravemente, el amor apenas es posible. Es necesario, en un primer paso, separarnos de algún modo del agresor, aunque sea sólo interiormente. Mientras el cuchillo está en la herida, la herida nunca se cerrará. Hace falta retirar el cuchillo, adquirir distancia del otro; sólo entonces podemos ver su rostro. Un cierto desprendimiento es condición previa para poder perdonar de todo corazón, y dar al otro el amor que necesita.

Una persona sólo puede vivir y desarrollarse sanamente, cuando es aceptada tal como es, cuando alguien la quiere verdaderamente, y le dice: “Es bueno que existas.” Hace falta no sólo “estar aquí”, en la tierra, sino que hace falta la confirmación en el ser para sentirse a gusto en el mundo, para que sea posible adquirir una cierta estimación propia y ser capaz de relacionarse con otros en amistad. En este sentido se ha dicho que el amor continúa y perfecciona la obra de la creación.

Amar a una persona quiere decir hacerle consciente de su propio valor, de su propia belleza.

Una persona amada es una persona aprobada, que puede responder al otro con toda verdad: “Te necesito para ser yo mismo.”

Si no perdono al otro, de alguna manera le quito el espacio para vivir y desarrollarse sanamente. Éste se aleja, en consecuencia, cada vez más de su ideal y de su autorrealización. En otras palabras, le mato, en sentido espiritual. Se puede matar, realmente, a una persona con palabras injustas y duras, con pensamientos malos o, sencillamente, negando el perdón. El otro puede ponerse entonces triste, pasivo y amargo. Kierkegaard habla de la “desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo”, y no llega a serlo, porque los otros lo impiden.

Cuando, en cambio, concedemos el perdón, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda.

2. Comprensión

            Es preciso comprender que cada uno necesita más amor que “merece”; cada uno es más vulnerable de lo que parece; y todos somos débiles y podemos cansarnos. Perdonar es tener la firme convicción de que en cada persona, detrás de todo el mal, hay un ser humano vulnerable y capaz de cambiar. Significa creer en la posibilidad de transformación y de evolución de los demás.

Si una persona no perdona, puede ser que tome a los demás demasiado en serio, que exija demasiado de ellos. Pero “tomar a un hombre perfectamente en serio, significa destruirle,” advierte el filósofo Robert Spaemann. Todos somos débiles y fallamos con frecuencia. Y, muchas veces, no somos conscientes de las consecuencias de nuestros actos: “no sabemos lo que hacemos”. Cuando, por ejemplo, una persona está enfadada, grita cosas que, en el fondo, no piensa ni quiere decir. Si la tomo completamente en serio, cada minuto del día, y me pongo a “analizar” lo que ha dicho cuando estaba rabiosa, puedo causar conflictos sin fin. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona, acabaríamos transformando en un monstruo, hasta al ser más encantador.

Tenemos que creer en las capacidades del otro y dárselo a entender. A veces, impresiona ver cuánto puede transformarse una persona, si se le da confianza; cómo cambia, si se le trata según la idea perfeccionada que se tiene de ella. Hay muchas personas que saben animar a los otros a ser mejores. Les comunican la seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro de ellos, a pesar de todos sus errores y caídas. Actúan según lo que dice la sabiduría popular: “Si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese.”

3. Generosidad

            Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. Significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón.

El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. A veces, no hay soluciones en el mundo exterior. Pero, al menos, se puede mitigar el daño interior, con cariño, aliento y consuelo. “Convenceos que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad -afirma San Josemaría Escrivá... La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo.” Y Santo Tomás resume escuetamente: “La justicia sin la misericordia es crueldad.”

El perdón trata de vencer el mal por la abundancia del bien. Es por naturaleza incondicional, ya que es un don gratuito del amor, un don siempre inmerecido. Esto significa que el que perdona no exige nada a su agresor, ni siquiera que le duela lo que ha hecho. Antes, mucho antes que el agresor busca la reconciliación, el que ama ya le ha perdonado.

El arrepentimiento del otro no es una condición necesaria para el perdón, aunque sí es conveniente. Es, ciertamente, mucho más fácil perdonar cuando el otro pide perdón. Pero a veces hace falta comprender que en los que obran mal hay bloqueos, que les impiden admitir su culpabilidad.

            Hay un modo “impuro” de perdonar, cuando se hace con cálculos, especulaciones y metas: “Te perdono para que te des cuenta de la barbaridad que has hecho; te perdono para que mejores.” Pueden ser fines educativos loables, pero en este caso no se trata del perdón verdadero que se concede sin ninguna condición, al igual que el amor auténtico: “Te perdono porque te quiero –a pesar de todo.”

            Puedo perdonar al otro incluso sin dárselo a entender, en el caso de que no entendería nada. Es un regalo que le hago, aunque no se entera, o aunque no sabe por qué.

4. Humildad

            Hace falta prudencia y delicadeza para ver cómo mostrar al otro el perdón. En ocasiones, no es aconsejable hacerlo enseguida, cuando la otra persona está todavía agitada. Puede parecerle como una venganza sublime, puede humillarla y enfadarla aún más. En efecto, la oferta de la reconciliación puede tener carácter de una acusación. Puede ocultar una actitud farisaica: quiero demostrar que tengo razón y que soy generoso. Lo que impide entonces llegar a la paz, no es la obstinación del otro, sino mi propia arrogancia.

Por otro lado, es siempre un riesgo ofrecer el perdón, pues este gesto no asegura su recepción y puede molestar al agresor en cualquier momento. “Cuando uno perdona, se abandona al otro, a su poder, se expone a lo que imprevisiblemente puede hacer y se le da libertad de ofender y herir (de nuevo).” Aquí se ve que hace falta humildad para buscar la reconciliación.

Cuando se den las circunstancias -quizá después de un largo tiempo- conviene tener una conversación con el otro. En ella se pueden dar a conocer los propios motivos y razones, el propio punto de vista; y se debe escuchar atentamente los argumentos del otro. Es importante escuchar hasta el final, y esforzarse por captar también las palabras que el otro no dice. De vez en cuando es necesario “cambiar la silla”, al menos mentalmente, y tratar de ver el mundo desde la perspectiva del otro.

El perdón es un acto de fuerza interior, pero no de voluntad de poder. Es humilde y respetuoso con el otro. No quiere dominar o humillarle. Para que sea verdadero y “puro”, la víctima debe evitar hasta la menor señal de una “superioridad moral” que, en principio, no existe; al menos no somos nosotros los que podemos ni debemos juzgar acerca de lo que se esconde en el corazón de los otros. Hay que evitar que en las conversaciones se acuse al agresor siempre de nuevo. Quien demuestra la propia irreprochabilidad, no ofrece realmente el perdón. Enfurecerse por la culpa de otro puede conducir con gran facilidad a la represión de la culpa de uno mismo. Debemos perdonar como pecadores que somos, no como justos, por lo que el perdón es más para compartir que para conceder.

Todos necesitamos el perdón, porque todos hacemos daño a los demás, aunque algunas veces quizá no nos demos cuenta. Necesitamos el perdón para deshacer los nudos del pasado y comenzar de nuevo. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

5. Abrirse a la gracia de Dios

            No podemos negar que la exigencia del perdón llega en ciertos casos al límite de nuestras fuerzas. ¿Se puede perdonar cuando el opresor no se arrepiente en absoluto, sino que incluso insulta a su víctima y cree haber obrado correctamente? Quizá nunca será posible perdonar de todo corazón, al menos si contamos sólo con nuestra propia capacidad.

Pero un cristiano nunca está solo. Puede contar en cada momento con la ayuda todopoderosa de Dios y experimentar la alegría de ser amado. El mismo Dios le declara su gran amor: “No temas, que yo... te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán... Eres precioso a mis ojos, de gran estima, yo te quiero.”

Un cristiano puede experimentar también la alegría de ser perdonado. La verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta nuestra relación con Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas que se han “desviado” -según la opinión de las autoridades- son metidas en cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio de Jesucristo, en cambio, se les invita a una fiesta: la fiesta del perdón. Dios siempre acepta nuestro arrepentimiento y nos invita a cambiar. Su gracia obra una profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las heridas.

Siempre es Dios quien ama primero y es Dios quien perdona primero. Es Él quien nos da fuerzas para cumplir con este mandamiento cristiano que es, probablemente, el más difícil de todos: amar a los enemigos, perdonar a los que nos han hecho daño. Pero, en el fondo, no se trata tanto de una exigencia moral –como Dios te ha perdonado a ti, tú tienes que perdonar a los prójimos- cuanto de un imperativo existencial: si comprendes realmente lo que te ha ocurrido a ti, no puedes por menos que perdonar al otro. Si no lo haces, no sabes lo que Dios te ha dado.

El perdón forma parte de la identidad de los cristianos; su ausencia significaría, por tanto, la pérdida del carácter de cristiano. Por eso, los seguidores de Cristo de todos los siglos han mirado a su Maestro que perdonó a sus propios verdugos. Han sabido transformar las tragedias en victorias.

También nosotros podemos, con la gracia de Dios, encontrar el sentido de las ofensas e injusticias en la propia vida. Ninguna experiencia que adquirimos es en vano. Muy por el contrario, siempre podemos aprender algo. También cuando nos sorprende una tempestad o debemos soportar el frío o el calor. Siempre podemos aprender algo que nos ayude a comprender mejor el mundo, a los demás y a nosotros mismos. Gertrud von Le Fort dice que no sólo el claro día, sino también la noche oscura tiene sus milagros. ”Hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación.”

Reflexión final y cuestionario personal

Perdonar es un acto de fortaleza espiritual, un acto liberador. Es un mandamiento cristiano y además un gran alivio. Significa optar por la vida.

Sin embargo, no parece adecuado dictar comportamientos a las víctimas. Es comprensible que una madre no pueda perdonar enseguida al asesino de su hijo. Hay que dejarle todo el tiempo que necesite para llegar al perdón. Si alguien le acusara de rencorosa o vengativa, engrandecería su herida. Santo Tomás de Aquino, el gran teólogo de la Edad Media, aconseja a quienes sufren, entre otras cosas, que no se rompan la cabeza con argumentos, ni leer, ni escribir; antes que nada, deben tomar un baño, dormir y hablar con un amigo.

En un primer momento, generalmente no somos capaces de aceptar un gran dolor. Necesitamos tranquilizarnos; seguir el ritmo de nuestra naturaleza nos puede ayudar mucho. Sólo una persona de alma muy pequeña puede escandalizarse de ello.

Perdonar puede ser una labor interior auténtica y dura. Pero con la ayuda de buenos amigos y, sobre todo, con la ayuda de la gracia divina, es posible realizarla. “Con mi Dios, salto los muros,” canta el salmista. Podemos referirlo también a los muros que están en nuestro corazón.

¿Quiero realmente perdonar? ¿Estoy dispuesto a hacerlo?

            ¿Soy sincero para reconocer que también tengo faltas?

¿Me arrepiento de las faltas y pecados que he cometido?

            ¿Acudo al sacramento de la reconciliación para recibir el perdón de Dios?

¿He puesto ya los medios para reparar mis ofensas a Dios y al prójimo?

Conclusión:

Perseverar en el perdón

Perseverar en el perdón

Hemos buscado la felicidad en tanto lugares, teniéndola siempre a nuestro alcance. Ahora buscaremos la felicidad en el lugar adecuado, la felicidad que sólo nos puede dar Jesús, la felicidad verdadera.

            El amor de Dios es fuente inagotable de perdón y como aprendimos en este curso la clave del perdón está en el amor, porque perdonar es un acto de misericordia. Sólo quien de verdad ama es capaz de perdonar.

Nuestro Dios es un Dios diferente a todo cuanto podamos pensar o imaginar. Es amable y bueno, misericordioso y paciente.

"Él perdona todas tus ofensas y te cura de todas tus dolencias". “Él rescata tu vida de la tumba, te corona de amor y de ternura”. "El Señor es ternura y compasión, lento a la cólera y lleno de amor". (Salmo 103)

El fundamento más radical para perdonar siempre al prójimo está en que Dios nos ha perdonado, porque la ofensa que yo le hago a Dios mediante el pecado resulta infinitamente más grave que cualquier agravio que yo pueda padecer. Sabemos que hay ofensas que superan la capacidad humana de perdón. Con el auxilio de Dios es posible perdonar hasta lo humanamente imperdonable.

Agradecemos tu compañía a lo largo de este curso “Educar para el perdón”. Pedimos a nuestro señor que te acompañe en este camino que es la puerta a la felicidad.

Para concluir a continuación desarrollaremos el tema de la necesidad de una conversión permanente. Sera de gran ayuda para perseverar en el camino del perdón.

1.         El verdadero sentido del pecado en nuestra vida

                        El pecado no es solamente la transgresión de un precepto divino o la cerrazón ante los reclamos de la conciencia. Pecar es fallar al amor de Dios. El pecado consiste en el rechazo del amor de Dios, en la ofensa a una persona que nos ama. «Contra ti, contra ti sólo pequé; cometí la maldad que tú aborreces» (Sal 51,6).

            El pecado de desobediencia de los ángeles y de nuestros primeros padres nació cuando empezaron a sospechar del amor de Dios. Fue entonces cuando la inocente desnudez de un inicio se trocó en vergüenza y en temor de que Dios pudiese descubrirles tal como eran; y el Creador, garante de su felicidad, comenzó a ser desde ese momento su principal amenaza (cf. Gn 3,1-10). Todo pecado, cualquiera que sea su género o calificación moral, es, en el fondo, un acto de desobediencia y desconfianza de la bondad de Dios(cf. Catecismo, 397).

Entre los diversos pecados que podamos encontrar en nuestro pasado descubriremos, como una constante, esa voluntad de preferirnos a nosotros mismos en lugar de Dios; de construir nuestra vida sin Dios o al margen de Él; de anteponer nuestros bienes e intereses personales a su voluntad; de ver y juzgar las cosas según nuestros criterios egoístas, pero no según Dios (cf. Catecismo, 398; exhortación postsinodal Reconciliación y Penitencia,18). Sólo cuando se comprende el pecado en su verdadero significado, se puede valorar y entender mejor el sentido y la importancia que las normas y preceptos tienen en nuestra vida.

            ¡Qué poco nos duele a veces el pecado! ¡Con cuánta facilidad vendemos nuestra primogenitura de hijos de Dios al primer postor que se cruza en nuestro camino! ¿Creemos de verdad en la vida eterna? Nos duelen mucho las ofensas que los demás nos hacen, pero nos importa muy poco el dolor que infligimos al Corazón de Cristo con nuestro comportamiento. Cuidamos demasiado nuestra imagen ante los hombres y olvidamos fácilmente esa otra imagen de Dios que llevamos esculpida en nuestro ser. Buscamos salvar las apariencias, pero nos esforzamos poco por salvar la propia alma y por construir nuestra vida ante Aquel que nos examinará sobre el amor el día de nuestra muerte. Lamentablemente para muchos el pecado no supone una gran desgracia ni un grave problema, como podría serlo la pérdida de la posición social o un fracaso económico.

La mentalidad del mundo materialista y hedonista se nos filtra, casi sin darnos cuenta, y va cambiando poco a poco nuestra jerarquía de valores. Nos preocupan mucho los problemas materiales –el hambre, la pobreza, las injusticias sociales, la ecología y las especies de animales en extinción– y con facilidad nos solidarizamos para remediarlos.

Pero pocas veces prestamos la misma atención y nos movilizamos para socorrer a los demás en sus problemas espirituales y morales, que son la causa de la verdadera miseria del hombre. El mundo ahoga nuestra sed de trascendencia en el horizonte de lo inmediato, y nos impide percibir que «el amor de Dios vale más que la vida» (Sal 62,4).

¿Qué pasaría si Dios me llamara a su presencia en este momento: me encontraría con el alma limpia y las manos llenas de buenas obras?

2.         La experiencia del perdón y del amor misericordioso de Dios

a)         Contemplar el rostro misericordioso de Cristo

                        Contemplar el rostro de Cristo: ésta es la consigna que el Santo Padre Juan Pablo II nos ha dejado en su carta apostólica Novo Millennio Ineunte (cf. nn. 16-28). Fijar la mirada en su rostro significa dejarse cautivar por la belleza irresistible de su amor y de su misericordia.

Contemplemos a Cristo, Buen Samaritano, que se agacha hasta el abismo de nuestra miseria para levantarnos de nuestro pecado, que limpia y venda nuestras heridas, que se dona totalmente sin pedirnos nada a cambio (cf. Lc 10,29-37). Cristo, que espera con paciencia nuestro regreso a casa, cuando nos alejamos azotados por las tormentas de la adolescencia y juventud o instigados por el aguijón del mundo y de la carne; y que nos abraza, nos llena de besos y hace fiesta por nosotros, porque estábamos perdidos y hemos vuelto a la vida (cf. Lc 15, 11-32). Cristo, el único inocente, que no nos condena ni arroja contra nosotros la piedra de su justicia (cf. Jn 8, 1-11). Cristo, que vuelve a mirarnos con amor, como el primer día de nuestra llamada, y que sigue confiando en cada uno de nosotros, a pesar de que el canto del gallo haya anunciado muchas veces nuestra traición (cf. Mc 14, 66-72; Jn 21, 15-19).

Es maravilloso, es emocionante contemplar este amor y misericordia de Dios sobre cada uno de nosotros; su sola experiencia es suficiente para cambiar nuestra vida para siempre. El amor de Dios nos confunde. Nos cuesta pensar que Dios pueda amarnos sin límites y para siempre; que su perdón nos llegue puro y fresco, aunque sí sepamos lo que hacemos; que nos siga perdonando, incluso si nosotros no perdonamos a los que nos ofenden. Él no nos trata como merecemos; su amor no es como el nuestro, limitado, voluble, interesado. Él perdona todo y para siempre. Él nos conoce perfectamente y, aunque cometamos el peor de los pecados, nunca se avergonzará de nosotros. Así es Dios: «Aunque pequemos, tuyos somos, porque conocemos tu poder» (Sb 15, 2). Incluso en el pecado seguimos siendo sus hijos y podemos acudir a Él como Padre.

Sólo quien ha contemplado y meditado, quien ha experimentado personalmente este amor y misericordia de Dios es capaz de vivir en permanente paz, de levantarse siempre sin desalentarse, de tratar a los demás con el mismo amor, la misma comprensión y paciencia con la que Dios le ha tratado.

No nos engañemos, sólo quien vive reconciliado con Dios puede reconciliarse, también, consigo mismo y con los demás. Y para el cristiano el sacramento del perdón «es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del Bautismo» (Reconciliación y Penitencia, 31).

b)        Necesidad de la mediación de la Iglesia

            Al igual que al leproso del evangelio, también Cristo nos pide la mediación humana y eclesial en nuestro camino de conversión y de purificación interior: «Vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio» (Mc 1, 40-45). Tenemos necesidad de escuchar de labios de una persona autorizada las palabras de Cristo: «Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11), «tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5). Nadie puede ser al mismo tiempo juez, testigo y acusado en su misma causa. Nadie puede absolverse a sí mismo y descansar en la paz sincera. La estructura sacramental responde también a esta necesidad humana de la que hacemos experiencia todos los días.

            A este respecto, qué realismo adquieren las palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la absolución: «Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo, y ha infundido el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, mediante el ministerio de la Iglesia el perdón y la paz». Es en este preciso momento, cuando el perdón de Dios borra realmente nuestro pecado, que deja de existir para Él. Sólo entonces brota en nuestro corazón la verdadera paz, que el mundo no pueda dar porque no le pertenece, al no conocer al Señor de la paz

(cf. Jn 14, 27).

c)         La paz interior fruto del perdón

                        La paz que nace del perdón sacramental es fuente de serenidad y equilibrio incluso emocional y psicológico. ¡Cuántas personas he encontrado en mi camino que, como la mujer hemorroísa del evangelio (cf. Mc 5, 25-34), han consumido su fortuna, lo mejor de su tiempo y de sus energías, buscando en las estrellas la respuesta a sus problemas, o recurriendo a sofisticadas técnicas médicas o de introspección psicológica que, bajo una apariencia científica, han explotado la debilidad de esas personas, dejándolas más vacías y destrozadas que al inicio! No mediando un caso patológico o un problema estructural de personalidad, la verdad de nosotros mismos y la solución a nuestros problemas la encontraremos únicamente en la fuerza curativa que emana de Cristo, cuando se le «toca» con la fe y el amor.

La psicología y las ciencias humanas pueden apoyar o acompañar este proceso de conversión interior, sobre todo ante problemas especialmente complejos o ante casos de personalidades frágiles, pero nunca podrán sustituir ni mucho menos pretender dar una respuesta a aquello que únicamente se puede solucionar con el poder de Dios, pues sólo Él puede perdonar los pecados (cf. Mc 2, 6-12).

Queridos hermanos: «en nombre de Cristo, dejaos reconciliar con Dios» (2Cor 5, 20). Con las mismas palabras de san Pablo les exhorto desde lo más hondo de mi corazón. No duden del perdón infinito de Dios. Dejen que Él transforme sus vidas, que su amor y misericordia sea el objeto permanente de su contemplación y de su diálogo con Él. No se cansen de pedir todos los días la gracia sublime del conocimiento y de la experiencia personal de este amor. Cultiven en su corazón la memoria de la infinita misericordia de Dios frente a sus faltas y pecados; se darán cuenta de que habrá siempre más motivos para agradecer que para pedir perdón.

3. Algunas recomendaciones para vivir mejor el sacramento de la reconciliación y el espíritu de penitencia

a)         Acercarse con gran espíritu de fe y humildad

                        La primera actitud básica con la que debemos vivir este sacramento es la fe. Una fe viva, renovada cada vez que nos acercamos a la confesión: fe en la acción invisible de la gracia que actúa a través de la mediación de la Iglesia; fe en ese hombre, pecador y limitado como nosotros, pero que representa a Dios y obra en ese momento haciendo las veces de Cristo: «Yo te absuelvo de tus pecados...». Es Dios quien, conociéndonos y amándonos, nos escucha y acoge a través del sacerdote.

Con esta actitud de fe y respetando la absoluta libertad de acudir a cualquier sacerdote para confesarse, les recomiendo que procuren buscar un confesor, si es posible fijo, de probada experiencia, de sólida y sana doctrina; profundamente adherido a la fe y al magisterio de la Iglesia; que sepa respetar y alentar debidamente los carismas que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia. Pero sobre todo que sea un hombre santo, que busque con sinceridad y exigencia, por encima de sus propios criterios o intereses personales, la voluntad de Dios y el bien espiritual de las almas.

Y la segunda actitud básica para poderse acercar a la confesión de modo fructuoso es la humildad. Se necesita mucha humildad para ponerse de rodillas delante de Cristo y ante Él, que nos conoce y nos ama, pedirle perdón con sinceridad. Reconocer el propio pecado significa, ante todo, reconocerse pecador (cf. Reconciliación y Penitencia,13).

Reconocer, como hizo David al ser reprendido por el profeta Natán, que ese hombre a quien juzgo merecedor de muerte soy yo, y que ese pecado que aborrezco en los demás es también mi pecado (cf. 2Sam 12, 1-15). «Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que tú aborreces (...). En la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51, 5-6.7). El alma humilde es aquella que, viendo la verdad de sí misma tal como Dios la ve, se acepta como es y

lucha por superarse con la ayuda de Dios, segura del éxito. El mayor mal no está en haber caído, sino en no reconocerlo y quedarse tirado.

¡Qué indecible gozo experimenta el sacerdote cuando ve que una oveja descarriada vuelve al redil! ¡Qué lección tan elocuente para él contemplar a un alma que con fe y humildad se arrodilla para pedir perdón a Dios a través de su persona! Lejos de escandalizarse, constituye un motivo de sincera admiración y de gratitud a Dios al constatar su acción misteriosa en las almas; y supone, además, una honda satisfacción pues, como ministro del perdón, ha sido enviado para salvar lo que estaba perdido (cf. Lc 19, 10). El sacerdote se convierte, de este modo, en el testigo de una íntima alianza entre Dios y el penitente, que queda sellada para siempre por el secreto sacramental.

b)        Buscar con sinceridad la verdad en la propia vida

                        El sacramento de la reconciliación nos brinda una ocasión excelente para el conocimiento de nosotros mismos. Éste constituye el primer requisito para avanzar con paso firme por el camino de la verdadera santidad y para poder hacer algo eficaz por el Reino de Cristo. Por ello, es una gracia inapreciable que hay que pedir con insistencia, pues por nosotros mismos tendemos al subjetivismo y a las falsas justificaciones. Hacer un examen de conciencia serio y honesto significa, por tanto, hacerlo bajo la mirada de

Dios, en un ambiente de oración, en diálogo sincero y confiado con Él.

Es evidente que la conciencia rectamente formada representa un papel decisivo en este trabajo de conocimiento personal. ¡Y quién mejor que el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos puede ayudar en esta tarea de formación! Él, que ha sido enviado para «convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8; cf. Catecismo, 388). Este «convencimiento» no sólo nos ayuda a formar nuestra conciencia según la verdad objetiva de la voluntad de Dios, sino que nos da también la certeza de la redención y de la misericordia divina (cf. Catecismo, 1848).

Formen su conciencia. Cuídenla con sumo esmero y delicadeza. No ahoguen su voz ni permitan que se acomode a sus gustos y apetencias pasionales, porque entonces habrán perdido uno de sus mayores y más preciosos tesoros. Pueden caer y equivocarse, incluso gravemente, pero la gracia de Dios puede solucionarlo si encuentra una conciencia sensible al bien que, aun en medio de su debilidad, es capaz de escuchar y adherirse a la voluntad de Dios.

Es necesario, además, que se tomen el tiempo necesario en su examen antes de la confesión. Esta tarea, a medida que se madura en la vida espiritual y en el conocimiento de sí mismo, se facilita y simplifica enormemente. El mejor examen y el más fructuoso es el que se ha preparado a lo largo de los exámenes de conciencia diarios y, sobre todo, con la actitud de la propia vida. Quien vive permanentemente de cara a Dios no tiene que realizar grandes esfuerzos para entrar dentro de sí y hacer luz en su conciencia.

El fruto de transformación de una confesión depende en gran medida, al menos por lo que a nosotros se refiere, de la profundidad de nuestro examen de conciencia. Por eso, yo les recomiendo que se esfuercen siempre por ir a las raíces, a las actitudes y motivaciones profundas de sus faltas y pecados. Ayuda, para ello, tener presente el propio programa de vida, sobre todo el así llamado «defecto dominante»; y preguntarse siempre el porqué de su comportamiento, de manera particular ante la constatación repetida de las mismas faltas.

Dentro de la diversidad de pecados, les recomiendo que presten una especial atención en sus exámenes a tres categorías: la omisión, la pérdida del tiempo y las faltas contra la caridad. A veces se da una importancia casi exclusiva a los pecados contra el sexto o el noveno mandamiento –aquellos que tienen que ver con la pureza y la castidad, como si fuesen los más importantes o el centro de la moral cristiana. Y no conviene perder de vista que estos tres tipos de faltas hieren hondamente al Corazón de Cristo y a la Iglesia. La conciencia de su gravedad nos debe llevar a fijar siempre nuestra mirada en lo que Dios espera de nosotros y a darlo todo en el cumplimiento de esa misión para la que hemos sido creados, que es la práctica del verdadero amor, esencia del Evangelio.

c)         Movidos por el arrepentimiento sobrenatural

                        El arrepentimiento por nuestros pecados constituye el requisito fundamental para recibir válidamente la absolución. Este arrepentimiento, si es sincero, comporta «una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia» (Catecismo, 1431). Lo esencial, por tanto, es el dolor del alma, la compunción del corazón:

«El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, Señor, no lo desprecias» (Sal 51, 19).

Este arrepentimiento puede expresarse en ocasiones con lágrimas, sensiblemente, como aquella mujer en casa de Simón el fariseo, que lloró a los pies de Jesús (cf. Lc 7, 36-50), pero no es absolutamente necesario. A medida que se avanza y madura en la vida espiritual, Dios permite que nuestra vida dependa más de la fe y del amor desnudo de sentimientos y emociones externas.

Cuando Dios permite este tipo de manifestaciones sensibles, no debemos rechazarlas o avergonzarnos de ellas, sino agradecérselas y aprovecharlas para unirnos más estrechamente a Él. No conviene, ciertamente, buscarlas ni provocarlas, ya que puede ser una forma velada de buscarnos a nosotros mismos. Lo que debemos pedir a Dios con insistencia, cada vez que nos acerquemos al sacramento de la confesión, es el verdadero dolor del alma. Es necesario que Dios transforme nuestro corazón de piedra, duro e insensible, en un corazón de carne (cf. Ez 36,26-27). La conversión –y, por tanto, el verdadero arrepentimiento– es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (cf. Catecismo, 1432).

d)        Propósito sincero de cambiar

                        Un termómetro fiel de nuestro arrepentimiento es este querer cambiar, que no es un vago deseo o intención de ser mejor, sino la disposición firme de la voluntad que se compromete a luchar a muerte contra las manifestaciones concretas del pecado en la propia vida y a cumplir por íntima convicción la voluntad de Dios, aunque puedan preverse caídas en el futuro.

Por eso, yo les recomiendo que traten de sacar al final de cada confesión, con la ayuda de Dios e iluminados por los consejos del confesor, un punto muy concreto y realista para trabajar hasta la siguiente confesión. De este modo el sacramento de la penitencia se revela en toda su eficacia transformante como un «medio de perfección y de perseverancia» y no sólo, como a veces sucede en la mentalidad común, como una ocasión para «descargar» las propias faltas y así ponerse en paz con Dios y consigo mismo.

Esta dimensión del sacramento de la confesión es muy importante, sobre todo para quienes ya han caminado un buen trecho en la vida espiritual y están más tentados de caer en el tedio, el cansancio y el desaliento, ante la constatación repetida de las mismas faltas. Para quien aspira a dejar de ser bueno y convertirse en el santo que Dios quiere y que necesita el Movimiento y la Iglesia, la confesión, vivida con este dinamismo transformante, se convierte en uno de los medios más importantes, deseados y defendidos.

e)         Cultivar el verdadero espíritu de penitencia y de reparación

                        La confesión no termina cuando se sale del confesionario. Para el alma que ama de verdad, no basta cumplir la penitencia impuesta por el confesor, que generalmente suele ser sencilla en su realización, sino que busca poner algo más de sí misma uniendo sus sufrimientos de todos los días a los de Cristo, para completar así en su propia vida «lo que falta a la pasión de Cristo» (cf. Col 1, 24). Éste es el sentido cristiano de la penitencia sacramental y del espíritu de reparación que se debe cultivar habitualmente como actitud del corazón, y sin el cual «las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia» (Catecismo, 1430).

Para cultivar este espíritu suele ser útil fijar con antelación el día que se destinará para la confesión, que se recomienda que sea frecuente. Todo ese «día penitencial», desde el ofrecimiento en la mañana hasta las oraciones antes de acostarse, ha de estar sembrado de pequeños detalles de sacrificio y de delicadeza con Jesucristo, para reparar los propios pecados y los de los hombres.

A lo largo del año, además, hay momentos muy aptos para el cultivo de la penitencia interior, como son los viernes –en los que se conmemora la pasión y muerte de Cristo en la cruz–, la cuaresma y la Semana Santa. Como cristianos, estas ocasiones deberían estar marcadas por un sentido de reparación eminentemente apostólico, o sea, para salvar almas y arrancar de Dios las gracias necesarias para la Iglesia.

La vida familiar puede ser un lugar privilegiado donde se aprenda en la práctica el valor humano y espiritual del sacrificio y de la penitencia interior. El ambiente diario del hogar es una maravillosa escuela de perdón, de paciencia, de comprensión recíproca, de honestidad y sinceridad con Dios y con los demás. Los padres, a través de su ejemplo y de su palabra, tienen en este cometido un papel insustituible.

Concluyo evocando el testimonio elocuente del apóstol san Pablo. En él tenemos una síntesis maravillosa de este proceso de conversión sobre el que hemos reflexionado; y encontramos, además, los elementos necesarios para llegar a ser grandes santos: una misión dada por Dios, un corazón lleno de debilidades y limitaciones, pero desbordante de confianza y amor, y la generosidad para hacer crecer la semilla de la gracia en la propia alma.

CÓMO PUEDO CONFESAR BIEN MIS PECADOS

PARA SENTIRME RECONCILIADO CON DIOS Y MIS HERMANOS

A.   Examen de conciencia: consiste en recordar todos los pecados que hemos cometido desde la última confesión.

B.   Arrepentimiento: consiste en sentir sincero dolor de haber ofendido a Dios; y detestar el pecado.  (Para alcanzar el arrepentimiento hay que pedírselo a Dios)

C.   Propósito de la enmienda: consiste en decidirse firmemente a no volver a pecar; en estar dispuestos a evitar el pecado, cueste lo que cueste.

D.  Confesión: consiste en decirle al Sacerdote todos los pecados que hemos descubierto en el examen de conciencia.

Esta confesión de pecados debe ser:

Ῠ     Sincera: sin querer engañar al Sacerdote, pues a Dios es imposible engañarlo.

Ῠ     Completa: sin callarse ningún pecado.

Ῠ     Humilde: sin altanería ni arrogancia.

Ῠ   Prudente: debemos usar palabras adecuadas y correctas, y sin nombrar personas ni     descubrir pecados ajenos.

Ῠ     Breve: sin explicaciones innecesarias, y sin mezclarle otros asuntos.

E.   Satisfacción: consiste en cumplir la penitencia que nos impone el sacerdote, con la intención de reparar los pecados cometidos. Es obligatorio cumplir la penitencia, porque es parte del mismo sacramento.

Guía para el examen de conciencia:

            Para facilitar el examen de conciencia, se presenta a continuación una guía en forma de preguntas.  LEA DESPACIO y MEDITE cada pregunta, y si lo desea, haga una lista de sus pecados para que ninguno se le olvide cuando llegue el momento de confesarlos ante el Sacerdote.

Guía para confesarse los adultos:

 ¿Cuánto tiempo hace que me confesé la última vez?

¿Cumplí completamente la penitencia que me impuso el Sacerdote?

¿Qué se me olvidó o que pecado grave callé en confesiones anteriores?

¡AMARÁS al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas!

1.  AMAR A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS

            "Yo, el Señor, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí.

No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos,

Ni de lo que hay abajo en la tierra. No te postraras ante ellas ni les darás culto"

(Ex 20,2-5; Dt 5, 6-9)

"Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, solo a El darás culto"

(Mt 4,10)

 »    ¿Creo en Dios?  ¿Doy testimonio de El? ¿Tengo en El una fe y una confianza firme y completa?

»    ¿Dudo o rechazo como verdadero lo que Dios ha revelado en las Escrituras (La Sagrada Biblia)?

»    ¿Me he desesperado, llegando a dudar de la bondad de Dios, de su justicia, de sus promesas y de su misericordia?

»    ¿He presumido de que Dios me salvará de todas maneras, aún son conversión y sin mérito?

»    ¿He sido indiferente, despreciando la acción y la fuerza de Dios en mi vida?

»    ¿He respondido al amor de Dios con tibieza?

»    ¿He cultivado un enfermizo orgullo propio, que me ha llevado a odiar a Dios?

»    ¿Le he dedicado suficiente tiempo a Dios en la oración personal y comunitaria?

»    ¿He hecho las cosas que requieren sacrificio, - con verdadero amor - y ofreciéndoselas al Señor?

»    ¿He cumplido en todo o en parte, alguna promesa hecha a Dios o a su iglesia?

»    ¿He sido supersticioso, o sea que le he atribuido una importancia de algún modo mágico, a ciertas prácticas legítimas o necesarias?

»    ¿He creído y/o consultado y/o usado: supersticiones, hechicerías, brujería, magia, (incluso la blanca), adivinos, quiromancia, "médium", agüeros, horóscopos, cartas de naipe, "tazas de chocolate" y cosas parecidas; al igual que riegos, sahumerios, talismanes, "pencas de sábila", filtros, maleficios, sortilegios, cábala, tarot, "carta astral", alquimia, tabla ouija, santería, amuletos, vudú, gurúes, shamanismo, numerología, espiritismo, "yo soy", necromancia, cuarzos, piedras, mantras, etc., y todo tipo de "objetos con poder". (Dt 18, 10-12; Jr 29, 8)

»    ¿he honrado y/o reverenciado y/o adorado a una criatura (cualquiera que sea) en lugar de Dios?.    Como por ejemplo  al dinero, al poder (o a los poderosos) al placer, o a las cosas materiales (como automóviles y pertenencias que se colocan por encima de todo, incluso de Dios).

»    He puesto fe, o he practicado, o me he dejado llevar por grupos, sectas o movimientos no Cristianos o que mezclan la verdad de Jesucristo con otras ideologías que contienen verdades, pero algunas mentiras muy disfrazadas por el demonio?   Por ejemplo: El poder mental, la reencarnación, la falsa metafísica, el método Silva, el ocultismo, el espiritismo, la astrología, el tarot, la meditación trascendental, el yoga, el gnosticismo, el i-chin, "los viajes astrales", los gurús, el inside, el avance, la dianética, la medicina holística, la parapsicología, la sofrología; la radiastesia, la homeopatía, la acupuntura y la acuprensión cuando van acompañadas de prácticas esotéricas. También la hipnosis y autohipnosis, las regresiones, la lectura del áurea, la terapia de olores y esencias florales, el esoterismo, la teosofía, LA MASONERÍA, el rosacrucismo, el budismo, el hare krishna, la "canalización de espíritus o cháneling", el tao, el feng sui y todo lo relacionado con el "new age" o la "nueva era".  Igualmente son movimientos o sectas no cristianas LOS MORMONES Y LOS TESTIGOS DE JEHOVÁ que no creen en Jesucristo como hijo de Dios. (2Tim 4, 3-4; 1Tim 4, 1)

»    ¿He tentado a Dios, o sea que lo he puesto a prueba, dudando de su palabra, o de su obra, o de su bondad, o de su omnipotencia, o de su amor o poder?

»    ¿He cometido sacrilegio?   O sea que ¿he profanado o tratado indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas (sacerdotes y religiosos)  las cosas y los lugares consagrados a Dios?

»    ¿He tratado sacrílegamente LA EUCARISTÍA?

»    ¿He comprado o vendido artículos religiosos bendecidos?

»    ¿He sido ateo, o materialista práctico (agnóstico), he rechazado o negado la existencia de Dios?

»    ¿He orado muy poco o casi nada, olvidándome de ofrecerle al TODO PODEROSO mi trabajo amoroso y de darle gracias en oración al levantarme, al acostarme, y al recibir los alimentos?

»    ¿Me he acercado indignamente a recibir algún sacramento?

2.  NO JURAR SU SANTO NOMBRE EN VANO

            "No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios".

(Ex 20, 7; Dt  5,11; Lv 19,12)

            "se dijo a los antepasados: no perjurarás...  pues yo digo que no juréis en modo alguno".

(Mt 5, 33-34)

»    ¿He empleado el nombre de Dios en cosas diferentes a Alabarlo, Bendecirlo y Glorificarlo?

»    ¿He abusado del nombre de Dios, es decir, he usado inconvenientemente el nombre de Dios, o de Jesucristo, o de la Santísima Virgen María, o de algún Santo?

»    ¿He hecho promesas a otras personas en nombre de Dios, comprometiendo el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divina?  ¿he sido infiel a esas promesas?

»    ¿He blasfemado; o sea que he proferido contra Dios -interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche, o de desafío?   ¿He injuriado a Dios, faltándole al respeto en las expresiones?

»    ¿He jurado en falso, sin necesidad, sin prudencia, o por cosas de poca importancia?

»    ¿He perjurado, o sea que he hecho una promesa que no tengo intención de cumplir?

»    ¿He jurado hacer algún mal? ¿He tratado de reparar el daño que haya podido seguirse?

3.  SANTIFICAR LAS FIESTAS

            "Recuerda el día sábado (hoy domingo) para santificarlo.

Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos,

Pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios.

No harás ningun trabajo"

(Ex 20, 8-10; Dt 5, 12-15)

"El Sábado ha sido instituido para el hombre

y no el hombre para el sábado.

De suerte que el Hijo del Hombre también es Señor del sábado"

(Mc 2, 27-28)

»    ¿He trabajado o he hecho trabajar sin necesidad urgente en día de precepto?

»    ¿He utilizado mi tiempo del día del precepto, en actividades indecorosas u otras diferentes al compartir familiar y crecimiento espiritual?   (Estudio de las Sagradas Escrituras, reflexión, meditación, cultura, etc., que favorecen el crecimiento de la vida interior, familiar y cristiana).

»    ¿He faltado deliberadamente a la celebración eucarística (La santa Misa) de algún domingo o día festivo?

»    ¿Me he distraído voluntariamente durante la Eucaristía, y/o he asistido físicamente, pero con el "corazón y la mente en otro lugar"?

»    ¿He observado la abstinencia los viernes de cuaresma?   ¿He ayunado el miércoles de ceniza y el viernes santo?

»    ¿Me he confesado al menos una vez al año?   ¿He hecho penitencia y ayuno por mis pecados?

»    ¿He guardado la disposición del ayuno una hora antes del momento de comulgar?

»    ¿Me he confesado lo antes posible, después de cometer algún pecado mortal?

»    ¿He ayudado a la Iglesia en sus necesidades, en la medida que puedo?

 Honrarás a tu padre y a tu madre (Cuarto mandamiento).

 En el Hogar

-¿Obedezco, cuido y honro a mis padres según mi edad y sus necesidades?

-¿Pongo malas caras?

-¿Doy tiempo a la familia?; ¿Cenar juntos?; ¿Diversiones?

-¿Hospitalidad?

-¿Relación con hermanos?

-¿Responsabilidad en los estudios?

-¿Ayuda económica al hogar según necesidad?

Casados: (además de lo mencionado)

-¿Protejo mi casa y los míos de las malas influencias del ambiente? ¿Cómo?

-¿He manipulado con mis estados de ánimo y enfados para que se haga lo que quiero?

-¿Permito que otros (padres, amigos) manipulen o se antepongan al matrimonio? .

-¿Honro y respeto a mi esposo/a en todo momento?

-¿He compartido con mi esposo/a la visión para la familia?; ¿le escucho con interés?;

-¿Le expreso amor, cariño y respeto a mi esposo/a?;

-¿Con mis hijos?

-¿Detecto los problemas y los enfrento con sabiduría?

-¿Qué medidas tomo para que mi casa sea un hogar?

-¿Soy responsable y ordenado con la economía?; ¿Les ayudo para que puedan orar, estudiar, descansar, ir a su grupo, cumplir sus responsabilidades?

Formación: de los hijos: ¿comparto con ellos, enseño y guío?, ¿escucho?, ¿disciplino con sabiduría?; ¿les doy buena educación para ser buenos cristianos?

No matarás. (Quinto Mandamiento)

            ¿De algún modo he matado o atentado contra la vida? (ej.: apoyo o participación en aborto, suicidio, conducir sin cuidado, actos irresponsables que ponen una vida en peligro, agresión, violencia, etc.? ¿He atentado contra la dignidad de alguien?.

No cometerás actos impuros. (no adulterio, no fornicación) (Sexto Mandamiento)

-¿He buscado afectividad fuera del orden del Señor?

-¿Cómo distingo entre sentimentalismo y una auténtica relación de amor entre hermanos?; ¿Me relaciono según mi estado de ánimo o lo que edifica en el amor?

-¿Fantasías o actos impuros, conmigo mismo o con otros?

-¿Chistes, programas, actitud seductora, inmodestia en vestir?

-¿Obedezco el plan de Dios para la sexualidad en mi estado de vida?

No robarás (Séptimo mandamiento).

 -¿De algún modo he robado?

¿Descuidando o no devolviendo propiedad ajena o común)?

¿Me aprovecho de mi puesto para beneficio personal?

No levantarás falsos testimonios ni mentirás (Octavo Mandamiento)

 -¿Quién inspira mis palabras: Dios o mi ego?¿He querido dar mi opinión en todo?

-¿Digo la verdad?; ¿He revelado secretos; He juzgado (o chismeado)?

-¿Me he quejado buscando conmiseración o desahogo?

-¿He puesto mi atención a lo indebido

-¿He hablado lo que no edifica: chistes con groserías, hirientes a una raza, nacionalidad, etc.?

No consentirás pensamientos ni deseos impuros (Noveno Mandamiento)

 - ¿He codiciado la mujer o el esposo de mi prójimo?

- ¿He mirado a un hombre a una mujer de manera impura?

No codiciarás los bienes ajenos (Décimo Mandamiento)

 - ¿He deseado los bienes ajenos?

- ¿He sido envidioso?

- ¿He sido avaro?

- ¿He comido más de lo que necesito?

- ¿He sido orgulloso?

 Obras de Misericordia

            -Corporales: solidaridad con enfermos/ hambrientos/ sedientos/presos/ desnudos/ forasteros/ enterrar los muertos. ¿Veo a estos como hermanos por los que me entrego o estadísticas?.

-Espirituales: dar buen consejo/ corregir/ perdonar (¿guardo algún resentimiento?)/ consolar/ sufrir con paciencia las molestias del prójimo/ rezar por los vivos y los muertos.

-¿Estoy atento al dolor ajeno?; ¿Hago a acepción de personas según su apariencia?

-¿Vivo en sencillez?; -¿Imito a Cristo que fue pobre?, ¿soy libre de apegos materiales?

-¿Se refleja esto en mi actitud en las compras?; ¿me dejo llevar por antojos?; ¿cuáles?

-¿Coopero con las obras de la Iglesia con verdadero sacrificio y amor o doy de mis sobras?

Evangelización

-¿Soy testimonio?; ¿Soy sal de la tierra y luz del mundo?

-¿Me esfuerzo de todo corazón para que Cristo sea conocido y amado por todos?

-¿Estoy en comunión con el espíritu misionero de la Iglesia?

-¿Llevo a mis amistades al Señor o dejo que ellas me arrastren al mundo?

-Cuando evangelizo, ¿lo hago con seguridad o como si fuera una opinión cualquiera?; ¿Respondo al Espíritu o me paraliza el qué dirán'?

Dominio de las Emociones: Resentimientos, caprichos, impulsos, miedos....

-¿Cuáles son mis emociones más salientes?; ¿Las someto al Señor para encausarlas para el bien? ¿De qué forma están afectando mi comportamiento?

-¿Busco primero mi interés y comodidad o servir con amor?

SI ERES UN SACERDOTE, UN RELIGIOSO, UNA RELIGIOSA, UN CONSAGRADO, UN SEMINARISTA, UN NOVICIO  etc.

EN TU VIDA ESPIRITUAL

             Eres una persona de oración? Te distraes en la oración? Visitas con frecuencia el Santísimo Sacramento? Lees la Palabra para perfeccionar tu oración?  La realizas con gusto y agrado? Te cuesta mucho los momentos de oración? Tienes tiempo suficiente para la oración? Lees libros sobre oración y vida cristiana para afianzar mejor tu oración?  Crees que eres un cumplidor@ de la oración, o verdaderamente la oración es parte de tu vida y de tu vocación?  Existe la posibilidad en tu vida cristiana que la oración y testimonio van de la mano?  Te preocupas de ser testimonio de vida espiritual para los demás?  Tu vida espiritual está alimentada diariamente o permites que el Stress y tus compromisos no permitan espacio para una buena formación espiritual?  Cumplir con la liturgia de las horas, crees que es suficiente para vivir una buena vida espiritual? Recibes el sacramento de la Eucaristía siempre en Gracia de Dios? La Eucaristía para ti es un compromiso o una necesidad espiritual?  Eres delicad@ con el sacramento de la reconciliación para mantener tu vida espiritual, o dejas pasar el tiempo sin darle su importancia?  En tu agenda personal aparece la vida espiritual como un criterio permanente ante tu vocación y la misión que realizas?  Tienes otras formas de vida espiritual?  La Virgen María es un excelente modelo para tu vida espiritual? Conoces sus virtudes? Las has aplicado en tu vida espiritual?

                EN TU VIDA VOCACIONAL

Cuidas tu vocación ante los peligros que ofrece la sociedad? Valoras la vocación que recibiste y la alimentas con una buena dosis de espiritualidad, sacrificio y perseverancia?  Algunas vez has puesto en peligro tu propia vocación?  Has utilizado tu vocación para ganar privilegios en la sociedad?  Has reclamado privilegios en tu vida diocesana o religiosa creyendo que esa es tu vocación o que deberían darte ese mérito?  Confundes vocación con privilegios?  En todo ese tiempo de vida vocacional, crees que has crecido en tu vocación? Has madurado? La comprendes mejor?  La vives mejor? Te sientes más comprometido con lo que dijiste el primer día que iniciaste? O las cosas han cambiado con el tiempo, para bien o para mal?  Entiendes que Vocación reclama misión y la misión incluye testimonio de vida? Lo has logrado?  Crees que la vocación se sostiene sin vida espiritual, sin compromiso, sin vida comunitaria, sin sacramentos,?  Te alejas de los demás porque crees que esa es tu vocación?

                EN TU VIDA PASTORAL

Te apoyas en las palabras del Maestro para organizar tu vida pastoral y misionera? La Palabra de Dios es definitiva en todo lo que haces? Aplicas el aforismo escuchar y practicar la Palabra para poder realizar una buena misión pastoral?  Crees que eres dirigente o perteneces y te comprometes con la misión pastoral que organizas?  Te sientes bien preparado para la misión o crees que te hace falta algo: más compromiso, más sacrificio, más dedicación, más conciencia etc?  Obedeces con facilidad en tu trabajo pastoral?  La humildad es un principio de tu vida pastoral?  Preparas y dedicas tiempo suficiente para tu misión pastoral?  Te has preocupad@ por formarte mejor para la misión o simplemente eres amig@ de títulos?  Sinceramente te capacitas porque estás convencid@ de que la misión lo necesita?  No crees que prepararse y formarse sea importante para cumplir bien la misión pastoral?  Eres puntual en la misión? Eres responsable con la misión?  Te has quejado de la misión que elegiste?  Realizas la misión a medias?  Buscas cualquier excusa con tal de evitar los sacrificios en la misión?  Crees que una buena vida pastoral puede darte pie para la santificación?  Cómo? Vayan, anuncien y vivan mi Palabra, ese ha sido criterio en tu misión?  Tienes alguna frase o logo para tu propia misión? Cuál?  Por qué?

                EN TU VIDA COMUNITARIA

Te cuesta mucho convivir con los demás? Por qué?  Aceptas a los demás como tus hermanos y compañeros de misión? Juzgas con facilidad a los demás? Guardas rencor a tus propios hermanos o hermanas en la misión? Sufres de envidia?  Has calumniado a alguien en tu comunidad? Perdonas con facilidad? Eres prudente? Guardas relaciones respetuosas y equilibradas con los demás? Ambicionas algo o te convences que estás para servir? Te has preocupado por cultivar virtudes para tu vida comunitaria: Respeto, sencillez, transparencia, hermandad, justicia, servicio, misericordia? Te crees juez de tu comunidad? Tratas con delicadeza los sufrimientos y las debilidades de los demás?  Conectas tu oración con la vida de tu comunidad?  Piensas que la comunidad debe hacer todo por ti?  O tu puedes hacer mucho por tu comunidad?  Sientes agradecimiento por tu comunidad o crees que es una obligación de ellos para contigo? Cumples con el precepto del amor: Dios, tu comunidad y tu mism@?  Crees que tienes los valores necesarios para vivir en comunidad o debes todavía conseguir algunos, cuáles?  Has pensado en algún proyecto para vivir en comunidad, lo que eres y lo que podrías ser?  Las bienaventuranzas pueden ser un buen propósito para la vida comunitaria?

                EN TU VIDA PERSONAL

Gozas de una vida espiritual intensa con el Señor Jesús?  Crees tener un buen sentido de pertenencia a la Iglesia y a tu comunidad?  En la práctica cuentas con el llamado que Dios te hizo a la comunión, la caridad y la fraternidad?  Crees que has logrado un buen grado de madurez afectiva y psicológica en tu vida?  Cuentas con una capacidad de análisis crítico e investigativo que te permite vivir a plenitud tu vocación cristiana-consagrada?  Acoges con facilidad las exigencias que te imponen la vida consagrada que elegiste?  Cuentas con un director espiritual?  O te las arreglas como puedes?