20 April 2024
 

 

 

 

La Virgen María en Nuestra vida

 I.              María en la Historia de la Salvación

Creado el hombre para la felicidad, por culpa de su pecado se separó de Dios, se separó de sus hermanos y se encerró en su propio egoísmo donde solo encontró degradación.Queriendo Dios sacar al hombre de este estado de pecado y de miseria, en un momento de la historia, siglo XVIII  antes de nuestra era, empezó a manifestarse y a preparar la redención del hombre.

 

Se inicia la Historia de la Salvación, conformada con una serie de personas, de acontecimientos y de intervenciones divinas, a manera de muchos eslabones que se entrelazan hasta alcanzar la plenitud en Cristo.

Es dentro de esta Historia de salvación donde tenemos que ubicar a María, para comprender toda la importancia y el valor de su aporte a la obra de nuestra Redención y para darle una mayor profundidad a nuestra devoción y amor a la Virgen María.

Una emigración de Ur de Caldea es el comienzo. Dios dice a Abrám y a Saray que salgan de su patria para ir a un lugar desconocido. Lo hacen y empieza una peregrinación que será el distintivo del creyente de todos los tiempos y lugares. Infecundos y ancianos, dan origen a pueblos numerosos, porque con ellos está la fuerza de la promesa divina: y esto se señala con el cambio de nombres: en adelante se llamarán Abraham y Sara.

 

Han pasado los años, los descendientes de Abraham son numerosos, pero están sometidos como esclavos al Faraón de Egipto. Viene entonces Dios para liberar a su pueblo, pero para hacerlo necesita a Moisés, para que organice y conduzca a su pueblo por caminos que Él le irá señalando.

Este grupo de personas casi en nada se distingue de los pueblos que los rodean. Es necesario darle su propia identidad. Y se realiza la Alianza, en la que Moisés es el vocero de Dios y de su pueblo, para unos compromisos mutuos: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo”.

Hay una promesa que alienta el largo peregrinar por el desierto: Dios dará a su pueblo tierra en propiedad, tan fecunda que de ella se dice que mana leche y miel. Para el cumplimiento de la promesa, Dios necesita de Josué, que conquiste la tierra, porque sigue en pie la pedagogía de Dios: para Él actuar entre los hombres, se sirve de los hombres.

La condición del pueblo por caminos de progreso y de justicia se la ha confiado Dios a los Jueces y a los Reyes.

Faltan por mencionar unos hombres especialmente llamados, a quienes Dios confía sus mensajes. Son los profetas. A ellos corresponde denunciar las injusticias y desvíos de su pueblo y señalar los caminos de salvación que Dios le tiene preparados.

Todas estas personas y los acontecimientos sucesivos de esta Historia fueron preparando la venida del Mesías.

Y aquí entra en escena María. También a Ella correspondió dar su aporte, el más importante y decisivo: Concebir y dar a luz al salvador del mundo.

Si es importante y necesaria la intervención de Abraham, si lo es la de Moisés, la de Josué y los Profetas, ¿Cuál no será la importancia y la necesidad del “Hágase” de María que facilitó la Encarnación del Hijo de Dios?

Dieciocho siglos de la historia apuntaban hacia este preciso momento, en que Dios Padre pediría el consentimiento de María para realizar en Ella la Encarnación de su Hijo enviado a redimir al mundo.

 

II.            María, Sierva del Señor

Para nosotros los cristianos, después de Cristo, la Santísima Virgen ocupa un lugar de preferencia en nuestro amor y devoción. Nadie como María ha estado tan cerca a Cristo y nadie ha participado en una forma tan directa en los misterios de nuestra Redención, como María.

Son muchos los títulos que la hacen acreedora a nuestro amor y devoción; en este momento nos vamos a detener solamente en uno que es como la raíz y el fundamento de todos los dones con que fue enriquecida:La sierva del Señor.

 Es el título que ella misma se da y que constituye el programa de su vida. Como sierva, está vacía de sí misma y por lo tanto con y una total capacidad de recibir los dones del Señor, para ponerlos al servicios de nosotros.

Su disponibilidad frente a Dios, como la de la Sierva frente a su Señor, es el resultado de una compenetración total con el Plan de Dios. María ha comprendido que Dios necesita de los hombres para actuar entre ellos.

Ella sabe que ese pueblo de Israel, al que ella pertenece, existe porque Abraham le dijo sí a Dios cuando lo llamó desde Caldea.

Ella reza todos los días con esos cánticos que su pueblo entonó cuando Dios lo liberó del poder del Faraón gracias a que Moisés fue dócil al llamamiento del Señor y se puso frente a los suyos, es el Don de Dios porque Josué la conquistó.

Cuando busca en las Sagradas Escrituras el alimento para su fe y su piedad, tiene clara conciencia de que Dios se sirvió de la boca de unos hombres, los Profetas, para comunicar su mensaje de salvación.

Ahora Dios le ha hecho saber que también necesita de Ella, para que su Hijo pueda hacerse Hombre y así redimir y salvar a sus hermanos. Y María le ha dado su respuesta: “He aquí la Sierva del Señor. Hágase en mi según tu palabra”.

Algunos protestantes dicen: Yo no necesito de la Virgen. No ven que Jesucristo mismo necesitó de Ella: para que lo formara en su vientre santísimo, lo alimentara, lo educara y le diera una familia. Los Apóstoles necesitaron de la Virgen: Ella los acompañaba en la vida terrena de Jesús, los consoló y en Pentecostés oraba con ellos y recibió el Espíritu Santo, colaboró con la obra de difundir la fe y extender la Iglesia.  Todos los Santos han necesitado de María para crecer en santidad y alguno afirmaba: A quien Dios quiere hacer santo, lo hace devoto de la Virgen María.

Y nosotros, orgullosos, ¿vamos a pretender no necesitar de la Madre de Dios? A Ella no la adoramos porque esto es exclusivo de Dios; a Ella la veneramos para que obtenga todas las gracias que necesitamos de Su Hijo, la imitamos como modelo de fe, de esperanza y de amor y la amamos con el cariño agradecido que siente un hijo por su madre.

El Santo Concilio lo dijo claramente. “La verdadera devoción no consiste en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una credulidad, sino que procede de la fe auténtica que nos inspira a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, a un amor filial hacia nuestra madre y a la imitación de sus virtudes”.

 No olvidemos, la honramos nosotros. El Padre la honró primero escogiéndola desde la eternidad; Jesucristo la amó y le obedeció en la casita de Nazareth; el Espíritu Santo la colmó totalmente, de manera que pudo ser saludada por el Ángel como la llena de gracia; el cielo y la tierra cantan agradecidos.

 ¿No son estas suficientes razones para tenerla en gran estima y venerarla como se merece? “El Ángel entró en el lugar donde estaba María y le dijo: Alégrate, llena de gracia el Señor está contigo. Cuando oyó al ángel se sorprendió y se preguntaba qué significaba aquel saludo. El Ángel le dijo: María, no tengas miedo pues gozas del favor de Dios. Concebirás y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús.  Será grande y le llamarás Hijo del Altísimo y Dios el Señor lo hará Rey como a su antepasado David para que reine por siempre en la casa de Israel. Y su reinado no tendrá fin. 

 

María preguntó al Ángel:

¿Cómo será esto, pues no conozco varón?

El Ángel le contestó:

El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Hijo que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios.

María exclamó: 

He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según has dicho”. (Lucas 1, 28-38)

 

San Juan Pablo II comenta este pasaje y nos dice que María es la Virgen fiel porque ante el anuncio del Ángel toma estas actitudes: 

1.    Búsqueda: María fue fiel, cuando con amor se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo.

2.    Aceptación: El ¿Cómo será?  Se transforma en labios de María en un “Hágase” Acepto. Es el momento decisivo de fidelidad,  momento en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente el cómo; que en el designio de Dios hay aspectos que no llegamos a entender. Pero es cuando el hombre le da un lugar en su corazón al misterio.

3.    Coherencia: Una vez que María acepta el designio de Dios, vive y actúa de acuerdo a las exigencias del compromiso adquirido. A partir de este momento será la Madre del Redentor. Su ser y su actuar estarán en función de esta realidad.

4.    Constancia:Es fácil ser coherentes unos días. Es difícil e importante ser coherentes toda la vida. El “Hágase” de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el “hágase” silencioso al pie de la Cruz.

 

III.         María, Modelo de Servicio para el Cristiano

Ya hemos visto que María ante el anuncio del Ángel, por el cual se le comunicaba su altísima misión de ser Madre del Hijo de Dios, se calificó a sí misma como “La Sierva del Señor”.

 Es propio de la sierva servir. Y María, pobre en ambiciones personales y rica en dones que pondrá al servicio de los demás, en su condición de Madre de Jesús,  quien dijo de sí mismo que no venía a que le sirvieran sino a servir y a dar la vida por sus hermanos se convierte en la humilde y amorosa Sierva, que nos atrae precisamente por eso: porque es humilde y porque sirve; porque sirve con mucho amor desde su humildad.

 El primero y más grande servicio a la humanidad ya lo ha prestado. Acaba de aceptar ser la Madre del Salvador. Un simple “hágase” ha dado origen a una nueva creación.  También en la primera creación fue un “hágase” pronunciado por Dios el que arrancó de la nada el universo y cuanto lo llena.

 Ahora quiere prestar un servicio más humilde y por eso más cercano a nuestra condición y posible de imitar. Isabel necesita de sus servicios porque está próxima a ser madre. Pero este servicio ofrecido por María adquiere dimensiones que van más allá de los simples quehaceres de una familia; portadora del Verbo de Dios que se hace carne en sus entrañas, santifica y llena de gracia tanto a Isabel como a su hijo Juan Bautista que aún no ha nacido.

 El servidor cristiano no puede limitarse en sus servicios a simples quehaceres terrenos; portador como María del Espíritu Santo está llamado a irradiarlo, a comunicarlo a través de sus servicios; a santificar a aquellos que comparten su peregrinar.

 “No tienen vino” fue la súplica prudente a su Divino Hijo, como servicio a unos esposos que pasaban por angustias de no poder atender a sus invitados. Y Ella confiando plenamente en su Hijo, dijo a lo servidores del banquete: “Hagan lo que mi Hijo les diga”(Juan 2,5) y en ellos a todos nosotros que somos sus hijos. Y el milagro se obró y adquirió carácter de signo y sus discípulos creyeron en Jesús.

Junto a la Cruz y como consecuencia de su “hágase” que era la aceptación de todo el plan de salvación, María engendra en el orden espiritual al nuevo pueblo que surge de la Muerte redentora que lleva en sí la plenitud de la vida.

A María acudimos llenos de confianza porque estamos seguros de su intercesión ante su Divino Hijo. Por este servicio se le ha llamado “Medianera de todas las gracias” y “Omnipotencia Suplicante”.

En fin, María presta un servicio que resume y corona todas sus relaciones con nosotros: Ella, como primera y perfecta redimida constituye en su mismo Estado de Gloria el ideal y meta que todos estamos llamados: la contemplación beatífica de la Gloria de Dios.

Contemplar a María en su Gloria equivale a recibir una invitación a seguir el camino de entrega, de apertura, de disponibilidad y de servicio que Ella siguió.

 

IV.          María y la Familia de Nazareth

José y María, junto con Jesús constituyen el hogar de Nazareth. La Madre acepta a su Hijo Jesús con suma fe y reverencia según leemos en el pasaje de la Anunciación. Igualmente José, visitado por el Ángel en sueños, acepta la paternidad del niño y se dispone a acogerlo con inmenso gozo. Tal es el ambiente en el que se mueve ese mundo familiar.

Los vemos por muchos años viviendo juntos en comunión de ideales y sintiéndose colaboradores de Dios en todos y cada uno de los  momentos de la vida de su Hijo Jesús.

José y María prepararon con esmero la llegada del Hijo. Ella antes de tenerlo en su vientre ya lo había concebido en su corazón; José el varón justo, la acompaña y sostiene en esta anhelada espera. Tales son las disposiciones que encontramos  en el viaje a Belén.

A pesar de la dura estrechez del portal de Belén y de su pobre condición no encontraron albergue; la escena del nacimiento la vemos rodeada de una alegría y una paz impresionantes. La humilde pareja muestra orgullosa al recién nacido a todos aquellos dispuestos  por Dios para ser los primeros adoradores: Los humildes pastores, los magos venidos del Oriente. Es la primera pareja portadora del mensaje salvador dispuesto para todos los hombres y oculto en la sencillez de un pesebre.

José y María eran una pareja grandemente religiosa; hacían parte del grupo que esperaba ver cumplidas las promesas. Así corren prestos a ofrecer a su Hijo, conforme mandaba la ley de Moisés pues veían que todo les venía del Dios y Padre del cielo; nos cuenta la Escritura que cada año subían al templo a ofrecer sacrificios. Eran pues una familia creyente en el pleno sentido.

Pero como en todo hogar, tampoco faltaron las dificultades en el de Nazareth. Antes de su matrimonio se pidió a José un despojo de sí mismo por un acto de fe. En lo que humanamente era incomprensible: María por obra del Espíritu Santo, había concebido y daría a luz un hijo al que llamaría JESÚS, por ser el Salvador de su pueblo.

 El nacimiento de su Hijo ocurre fuera de su casa, porque se les ha exigido censarse en su propio pueblo. Y ni siquiera hubo para ellos un lugar en la posada. La maldad del Rey Herodes les hace emprender un viaje a otra región para librar a su Hijo de la muerte.

 El niño, ocupado  en las cosas de su Padre, se les queda en Jerusalén y ellos lo buscan angustiados. La respuesta de Jesús les resulta incomprensible, pero María conservaba todo esto meditándolo en su corazón. Pero el amor y la fe eran más fuertes que estas dificultades, y mientras su Hijo crecía en sabiduría y en edad delante de Dios y de los hombres, ellos crecían en esa misma fe y en el amor. El Papa San Juan Pablo II en su viaje a Colombia nos ha dejado un mensaje para nuestras familias: 

“El matrimonio y la familia cristiana cumplen maravillosamente el designio de Dios, cuando se aprestan por si mismos a sembrar y cultivar los valores del Evangelio”. “Padres de familia, vosotros debéis  ser los primeros catequistas y educadores de vuestros hijos en el amor. Si no se aprende a amar y a orar en familia, difícilmente después se podrá superar este vacío. La vida y la fe de vuestros hijos son tesoros incalculables que el Señor ha puesto en vuestras manos responsables”.

V.            María, Madre y Maestra

Dios eligió a María para presentar en su persona el aspecto maternal de su amor divino “y es en la Cruz donde Cristo antes de morir nos dejó en testamento a su propia Madre como la nuestra: Dice al discípulo: Ahí tienes a tu Madre y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa” (Juan 19,27) La actividad de María es esencialmente una función maternal.  Pero estamos completamente convencidos de que la intervención salvadora de María, está perfectamente sintonizada con Cristo y no resta lo más mínimo a la función única que Cristo tiene como Redentor.

Jesús fue criado por María y José. Hemos de afirmar con ello que Jesús fue un verdadero ser humano y que tuvo que ser criado y educado por su Madre. Las cualidades humanas y el carácter de Jesús se formaron y fueron influenciados por las virtudes de su Madre.

Es una experiencia humana general que los rasgos de la madre se reconozcan en el hijo. La misión de María en la Encarnación no terminó después de haber nacido Jesús; fue una tarea continua, que lleva consigo la formación humana del muchacho, según iba creciendo de la niñez a la adolescencia y de la adolescencia a la adultez. Por tanto solo María conoció los secretos de la educación de Jesús y los conservó en su corazón.

No podemos olvidar que la vida de María transcurría bajo el velo de la fe; de una fe que ni veía ni comprendía, pero que seguía confiando en las insondables dispensaciones de la voluntad divina.  María no comprendía, sino creía con una fe que iba creciendo. Cuando María después de encontrar en el templo a Jesús le reprochó por haber dado este disgusto a sus padres, Jesús respondió: ¿No sabían que yo debo estar en las cosas de mi Padre? Y a esto añade San Lucas que José y María no comprendieron lo que Cristo les había dicho. (Lucas 2, 49-50). 

La grandeza y los sufrimientos de María se desprenden de la oscuridad de una fe que se somete incondicionalmente a un misterio incomprendido y a un futuro desconocido. La vida de fe de María en esta tierra se acerca mucho más a la nuestra que las bonitas leyendas piadosas que se han tejido en torno a la Sagrada Familia. María experimentó en su vida las mismas dificultades que nosotros experimentamos en las nuestras. Pero Ella siempre se sometió con fe y con meditación orante, a los acontecimientos incomprensibles de su vida.

María crecía en su vida religiosa y en su fe de una manera gradual; su fe se alimentó por el contacto directo con la realidad viva de la salvación que era su propio Hijo, la persona a quien llamaba “Jesús”.

 También los padres de hoy han recibido el encargo y la misión de formar a sus hijos, de transmitirles el tesoro más preciado que poseen, como es el de la fe y los principios inmutables que rigen las relaciones entre los hombres.

 San Juan Pablo II nos dejó este mensaje: “El hogar, la familia, Iglesia doméstica, han de ser también evangelizadores. En efecto, los esposos cristianos por su bautismo y confirmación  y por la fuerza sacramental del matrimonio, tienen que transmitir la fe.

Convencidos de que Cristo está presente en el hogar, deben ser los más aptos evangelizadores de sus hijos, a quienes transmitirán su propia experiencia de fe, con la palabra, pero sobre todo con el testimonio diario de su vida de esposos, de miembros de la Iglesia y de la sociedad”.

 

VI.          María y la Iglesia

La herencia que nos deja Jesús en un momento postrero es su propia Madre, el último tesoro que le quedaba lo entregaba a la Iglesia representada en el discípulo amado. Ciertamente uno solo es el salvador y mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús. Sin embargo esta  realidad se ve enriquecida con la presencia de Nuestra Señora, como protectora maternal y solícita de los que imploramos su protección.

Lejos pues de afectar la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la aumenta, pues ella es precisamente colaboradora del plan salvador y su tarea es abrir paso al único Señor, la expresión suya en las bodas de Caná de Galilea lo deja bien claro: Haced lo que Él os diga.

 

María es Madre Espiritual

Predestinada por Dios, ha sido la persona más cercana al misterio redentor. Ella engendró a Jesús, lo cuidó, lo presentó al Padre, lo acompañó en su ministerio público, padeció íntimamente el dolor de la Cruz, y fue, como ella misma lo afirmó, su más humilde Sierva.  Tan inmensa colaboración en la obra de restaurar la vida sobrenatural de los hombres caídos  por el pecado le mereció, sin dude alguna, el honor de ser Madre nuestra, en el orden de la gracia (Puebla 288).

 

Madre Mediadora

Esta colaboración de la Virgen en la obra salvadora no culminó con su asunción al cielo. Al contrario, se continúa y prueba de ello, la infinidad de títulos que le damos: Auxiliadora, abogada, mediadora y socorro. No hay país ni región que no tenga su advocación propia y una historia que contar acerca de las bondades de la Madre de Dios.

¿Acaso  Cristo no llama a muchos para que le colaboren en su obra redentora? ¿Y no reparte dones y carismas según su libre y generosa voluntad? Pues bien, María recibió esa misión de velar por la Iglesia establecida por su Hijo.

 

María, como Virgen y Madre, es tipo de la Iglesia

Ella es tipo de la Iglesia por su fe, por su caridad y por su unión perfecta con Cristo. Cumplió a la perfección su labor de Madre y siendo Virgen consagró enteramente su vida a la obra de Dios. Así la Iglesia engendra y forma hijos para Dios, a la vez que guarda fielmente al esposo que un día vendrá glorioso.

 

Virtudes que debemos imitar en María Santísima

Miremos en ella la perfección a la que está llamado todo cristiano. Es modelo de fe: Dichosa tú porque has creído lo que se te ha dicho. Es modelo de obediencia: Hágase en mí como has dicho, respondió al Ángel. Es modelo de oración: permanece en oración junto a los Apóstoles. Su solicitud maternal inspira a los mismos evangelizadores.

Bien dijo Puebla: sin María, el Evangelio se desencarna, pierde mucho de lo humano y el mismo Cristo aparece ajeno. San Pablo VI nos señala las siguientes virtudes en María.

 1.    María es la Virgen oyente que acoge con fe la Palabra de Dios: fe que para ella fue premisa y camino hacia la maternidad divina. Ella llena de fe y concibiendo a Cristo en su mente antes que en su seno dijo: He aquí la Sierva del Señor hágase en mi según tu Palabra (Lucas 1,38)

2.    María es así mismo la Virgen orante, Así aparece Ella en la visita a la madre del Precursor donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, humildad, de fe, de esperanza: tal es el Magníficat(Lucas 1, 46,55) La oración por excelencia de María el cántico de los tiempo mesiánicos, en el que influyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel. Virgen orante aparece también  María en Caná de Galilea (Juan 2, 1,12) luego en la Iglesia naciente (Hechos 1-14) y en la Iglesia de todo tiempo porque Ella asunta al cielo no ha abandonado su misión de intercesión y salvación.

3.    María es también la Virgen Madre, es decir, Aquella que por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta con la sombra del Espíritu Santo.

4.    Finalmente María es la Virgen oferente: La Presentación de Jesús en el Templo (Lucas 2, 22-35) en continuidad de la oferta que el Verbo Encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (Hebreos 10, 5,7). Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la redención alcanza su culminación en el calvario donde Cristo “Así mismo se ofreció inmaculado a Dios” (Hebreo 9 14) y donde María estuvo junto a la Cruz (Juan 19,15) sufriendo profundamente con su Hijo y ofreciéndolo Ella misma al Padre Eterno.

 

VII.        María y el Apóstol

Por espacio de tres años un grupo de discípulos de Jesús fue testigo de su predicación, de sus milagros, de sus actitudes, lo mismo que de su pasión y muerte.

Ahora viven una nueva experiencia: el Señor Resucitado los envía al mundo entero a predicar el Evangelio.

Pero ellos no han asimilado todos los mensajes, ni han logrado vivir  el Evangelio, ni se sienten capaces de llevar la Buena Nueva en forma que penetre y transforme a sus hermanos. Es que todavía no han recibido la fuerza de lo alto: el Espíritu Santo, Don del Señor Resucitado.

Con el grupo está María. Ella la llena de gracia, la que sí sabe a profundidad que ese Jesús además de Hombre es Dios, que su muerte ha sido para todas fuentes de vida, ella se mantiene firme y conforta a los Apóstoles en la espera del Espíritu que les hará entender y vivir lo que deben anunciar. María es la gran misionera de nuestros pueblos, Ella trajo el Evangelio a nuestra América. Los Apóstoles murieron, pero Dios fue suscitando a muchos otros a quienes encarga la misma misión: anunciar la Buena Nueva de nuestra salvación.

Hablando a los laicos de Colombia, dijo el Papa San Juan Pablo II: “Vosotros formáis parte de esa multitud ininterrumpida de discípulos que, de generación en generación en todos los pueblos y ciudades, en todas las culturas, ambientes y naciones, son testigos y pregoneros de la cercanía de ese Reino de verdad y de vida, reino de justicia, de amor y de paz”.

“La Iglesia quiere y necesita laicos santos que sean discípulos y testigos de Cristo, constructores de comunidades cristianas, transformadores del mundo según los valores del Evangelio”:

“Laicos fieles a vuestra identidad secular, debéis vivir en el mundo como en vuestro ambiente y realizar allí una presencia activa y evangélica, dinámica y transformadora, como la levadura en medio de la masa, como la sal que da sentido a la vida del trabajo, como la luz que brilla en las tinieblas de la indiferencia, del egoísmo y del odio”.

Y ahí junto al apóstol de hoy, está María con su misma solicitud de Madre, confortándolo, para que sea instrumento apto en la implantación de su Reino.

Nos dicen los Obispos en Puebla: “María llevada a la máxima participación con Cristo, es la colaboradora estrecha en su obra. No es solo el fruto admirable de la redención; es también la cooperación activa. En María se manifestó preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella asociada a Cristo, desarrolla todas sus cualidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva, junto al nuevo Adán” (Puebla 293).

 

VIII.       María y la Evangelización

Desde Puebla se nos afirma: “Esta es la hora de María de un nuevo Pentecostés que Ella preside con su oración; cuando bajo el influjo del Espíritu Santo inicia la Iglesia un nuevo tramo de su peregrinar, que María sea en este camino la Estrella de la Evangelización (Pueblo 303).

María es Estrella de la Evangelización porque participó maternalmente en los inicios de la Iglesia y por tanto de la Evangelización de las naciones y por su vida evangélica como testimonio viviente de la doctrina de su Hijo: Ella nos enseña el primado de la escucha y de la puesta en práctica de la Palabra del Señor, en la vida del discípulo misionero. San Pablo VI al terminar su exhortación apostólica. “Evangelii nuntiandi” da el título de Estrella de la Evangelizacióna la Madre de Dios y dice: “En la mañana de Pentecostés,  Ella presidió con su oración el inicio de la Evangelización, bajo la acción del Espíritu Santo: Sea Ella la Estrella de la Evangelización siempre renovada, que la Iglesia, dócil al mandamiento de su Señor, debe promover y cumplir, sobre todo en estos tiempos difíciles pero llenos de esperanza” (EN 82).

La misión de la Iglesia es continuar la obra salvadora  de su fundador Jesucristo de tal manera que ella es sacramento universal de salvación.

En la Iglesia se vive y se celebran palabras del Señor, su sacrificio en la Cruz y la acción salvadora y pastoral; y en esta experiencia la Iglesia encuentra a María como Madre y como modelo pues en su sí Ella anticipó la realidad misionera de todo bautizado.

Los milagros y signos de Jesús, junto a su doctrina, significan el rico legado transmitido por el Señor a su Iglesia. La santidad de María, su entera consagración de Virgen fiel, trazan el camino de una fidelidad generosa por parte de la Iglesia a esa rica herencia y muestra cómo es que tenemos que presentar a Cristo  hoy a los hombres de nuestro tiempo.

En la misma experiencia de la Iglesia que escucha y medita la Palabra de Dios, encontramos a María en su actitud contemplativa, guardando todas estas cosas en su corazón y adentrándose en una fe y en una espera inquebrantable.

La Iglesia siguiendo el ejemplo de María y ayudada por su intercesión se hace Virgen y Madre por el anuncio de la Palabra de Dios, por la celebración de los Sacramentos y por la construcción de la comunidad en la comunión-participación.

La Iglesia es consciente de que su misión es evangelizar, no de una manera decorativa y superficial. La Iglesia que quiere evangelizar en lo hondo, en la raíz y en la cultura del pueblo, se vuelve a María para que el Evangelio se haga más carne, más corazón en América Latina.

María es la perfecta discípula que se abre a la Palabra de Dios y se deja penetrar por su dinamismo; cuando no la comprende no la rechaza, sino que la guarda y medita en su corazón; cuando suena dura a sus oídos, persiste en el diálogo de fe con Dios.

San Juan Pablo II la llamó ·Estrella de la Evangelización”; que con su bondad maternal acerca a todos a los más sublimes misterios de nuestra religión.

“Mientras peregrinamos, María será la Madre educadora de la fe. Cuida de que el Evangelio nos penetre, conforme nuestra vida diaria y produzca frutos de santidad. Ella tiene que ser cada vez más la Pedagoga del Evangelio en América Latina” (Puebla 290).

 

Monseñor Leonardo Gómez Serna, O.P. Obispo emérito de Magangué. Chiquinquirá, agosto de 2019.