18 April 2024
 

25 de agosto de 2015. Familia y vida son atacadas y nadie dice nada. Escrito por: Padre. Daniel Rodrigo Bustamante Goyeneche - En días pasados el Congreso recibió una oleada de nuevos proyectos de ley, los cuales atacan directamente la Familia, la Vida, y la Libertad Religiosa. Se trata del proyecto para reglamentar la objeción de conciencia, el proyecto de “matrimonio” homosexual, unión civil homosexual, legalización de la eutanasia y el suicidio asistido, y adopción por parejas del mismo sexo.

 

Es sabido que la Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la «inalienable dignidad de la conciencia»[ Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 1]. Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda componenda, y sin abandonar «la constante fidelidad a la autoridad y a las instituciones» que lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que «el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral».

Hoy no es posible callar sobre los graves peligros hacia los que algunas tendencias culturales e ideológicas tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones y de sus conciencias. Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural. Ocurre así que los ciudadanos reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias, [Evangelium vitæ, n. 22] como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor.

La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona [Gaudium et spes, n 25]. Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir ambiguedades, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública» [Gaudium et spes, n 73].

Se asiste a cambios legislativos que, sin preocuparse de las consecuencias que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos en la formación de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen destruir el principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en esta grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, dijo que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana.

Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto [Evangelium vitæ, n. 73]. Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae, a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición  personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública» [Evangelium vitæ, n. 73].

En tal contexto, hay que añadir que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con su manera de pensar la realización de programas políticos o la aprobación de leyes que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso de los laicos en la vida pública a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada.

De esta manera se ha presentado el proyecto de ley 30 de 2015 Senado que pretende reglamentar la práctica de la eutanasia y el suicidio asistido. El proyecto tiene la misma redacción que los anteriores proyectos de ley 70 de 2012 Senado y 117 de 2014 Senado, siendo esta la sexta vez en ser presentado dicho proyecto. Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia, que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Es así como algunos senadores, que se dicen católicos, han presentado el proyecto de ley 29 de 2015 Senado y el proyecto de ley 31 de 2015 Senado, en lo que pareciera ser una estrategia coordinada con el fin de jugar en dos frentes a la vez para conseguir la aprobación de uno de los dos proyectos. El primero es una copia del anterior proyecto de ley 47 de 2012 del Senado que quiso legalizar el “matrimonio” entre parejas del mismo sexo, eliminando la expresión “un hombre y una mujer” y la procreación como fin del matrimonio, en la definición de matrimonio contenida en el artículo 113 del código civil, pero fue hundido por la Plenaria del Senado en 2013. El segundo proyecto parece una copia del anterior proyecto de ley 141 de 2015 Senado, en el cual proponía la creación de una institución parasitaria del matrimonio llamada “unión civil” que aplicaría exclusivamente para parejas del mismo sexo, y tendría en todo el mismo régimen que el matrimonio.

Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su  ejercicio» [CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75].

 

El otro de los proyectos presentados por los congresistas es el proyecto de ley 32 de 2015 Senado, que busca modificar las normas de adopción, para aprobar la adopción por parejas del mismo sexo. Al igual que con los proyectos de “matrimonio” y unión civil homosexual, con este proyecto los congresistas buscan anticiparse a la decisión que la Corte Constitucional debe tomar según una demanda de constitucionalidad a los apartes de la ley de adopción que este proyecto modifica. No se trata en sí de “valores confesionales”, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad de la persona y del verdadero progreso humano. Como si fuera poco se ha presentado el proyecto de ley 20 de 2015, para reglamentar el derecho fundamental a la objeción de conciencia. El proyecto recoge los pronunciamientos de la Corte Constitucional sobre el tema de aborto, restringiendo el derecho fundamental a su mínima expresión en el caso de los médicos que objeten la práctica del aborto y la eutanasia. El proyecto los obliga a registrarse como objetores, y a colaborar con la práctica del homicidio, prenatal o geriátrico, suministrando todo el discurso oficial sobre la práctica y remitiendo al paciente a un médico que sí haga la práctica.

La promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada qué ver con la “confesionalidad” o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado [Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76]. Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.

La Iglesia busca instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común. «En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. Toda actividad, situación, esfuerzo concreto –como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura– constituye una ocasión providencial para un “continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad”» [Apostolicam actuositatem, n. 4]. Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana.

Al mismo tiempo, la Iglesia nos enseña que la auténtica libertad no existe sin la verdad. «Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente» [Fides et ratio, n. 90. En una sociedad donde no se llama la atención sobre la verdad ni se la trata de alcanzar, se debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad, abriendo el camino al libertinaje y al individualismo, perjudiciales para la tutela del bien de la persona y de la entera sociedad. [Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal, sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, N. 7, 2002].

En tal sentido, es bueno recordar una verdad que hoy la opinión pública corriente no siempre percibe o formula con exactitud: El derecho a la libertad de conciencia, y en especial a la libertad religiosa, proclamada por la Declaración Dignitatis humanæ del Concilio Vaticano II, se basa en la dignidad ontológica de la persona humana, y de ningún modo en una inexistente igualdad entre las religiones y los sistemas culturales [Dignitatis humanae, n. 1]. Con estas palabras quiero recordar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida que caracteriza al cristiano en su actuar en la vida pública: La coherencia entre fe y vida, entre evangelio y cultura, recordada por el Concilio Vaticano II, y el de que cada uno como creyentes nos preguntemos, ¿dónde se encuentran las católicos en la vida pública? ¿por qué se están dando leyes en contra de los valores del Evangelio por parte de unos que se llaman católicos?

Hoy se exhorta a los fieles a «cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno». Alégrense los fieles cristianos «de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» [Gaudium et spes, n 43. Cfr. Christifideles laici, n. 59].P. Daniel Rodrigo Bustamante Goyeneche. Director Departamento de Familia. Fuente:  Conferencia episcopal de Colombia.