26 April 2024
 

EL MUNDO DE LA SALUD

                En diversas ocasiones me he ocupado de diferentes aspectos de la evangelización en el mundo de la salud. El tema es amplio y puede ser abordado desde perspectivas complementarias. En esta exposición quisiera diseñar una especie de bases fundamentales para impulsar la evangelización hoy en el mundo de la salud y, más en concreto, en medio del dolor y la crisis producida por la enfermedad.

                En primer lugar, esbozaré un marco básico teológico-pastoral desde el cual entender y orientar hoy el acto evangelizador en el mundo sanitario. Luego, ofreceré algunas claves para la acción evangelizadora en el mundo sanitario.

I.- MARCO TEOLÓGICO-PASTORAL

                Marcos resume toda la actuación de Jesús diciendo que «proclamaba la Buena Noticia de Dios» (Mc 1, 15). En eso consiste fundamentalmente el acto evangelizador: en comunicar de manera creíble la Buena Noticia de Dios.

Este hecho tan simple y elemental nos obliga a plantearnos las cuestiones más graves:

¿Puede Dios ser acogido como Buena Noticia en el mundo de la salud?

¿Qué tiene que suceder para que los enfermos y enfermas de hoy puedan experimentar a Dios como una realidad nueva y buena?

¿En qué hay que cambiar?

¿En qué hay que acertar para impulsar hoy la evangelización en el mundo moderno de la salud?

1. La experiencia de un Dios Amigo y Salvador

Para captar bien la dirección que se ha de imprimir hoy a la evangelización, hemos de recordar que, en el núcleo del mensaje y de la actuación de Jesús, nos encontramos con el anuncio y la experiencia de un Dios Amigo y Salvador del hombre. Por decirlo en pocas palabras, podemos hacer estas tres afirmaciones:  lo que Jesús anuncia acerca de Dios es bueno y esperanzador para el ser humano;  su manera de ser, su persona, su vida, es algo bueno para el enfermo débil, marginado y pecador;  su actuación en el mundo del dolor introduce liberación y sanación en la vida de las personas y en la sociedad entera. Esta originalidad de Jesús aparece con más claridad si la consideramos en contraste con la actuación de Juan el Bautista.

Toda la predicación del Bautista se concentra en el anuncio del juicio inminente de Dios: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles» (Mt 3, 10). Nadie se librará de este juicio severo. Lo único que queda es hacer penitencia, auto-castigarse y volver al cumplimiento de la Ley para «huir de la ira inminente» (Mt 3, 7). Esto es lo decisivo. La experiencia de Dios se entiende y se vive, sobre todo, como espera y preparación del juicio divino.

Pero no son sólo palabras. La vida misma del Bautista se convierte en símbolo de su mensaje. Juan se retira al desierto y vive una existencia de austeridad y ayuno, que recuerda a todos el juicio de Dios que llega, y la penitencia que ha de hacer el pueblo.

Por eso mismo, toda su actuación se concentra en un gran gesto: el «bautismo» de penitencia y purificación. El Bautista no cura enfermos, no perdona a los pecadores, no bendice. Sólo «bautiza» y llama a la penitencia. Su actuación introduce temor a la ira de Dios, pero difícilmente puede ser percibida como «proclamación de la Buena Noticia de Dios».

La aparición de Jesús de Nazaret representa «algo nuevo». Su predicación ya no se centra en el juicio de Dios cuya ira está a punto de manifestarse, sino en la gracia salvadora de Dios para todos los hombres y mujeres, incluso para los paganos y pecadores.

No oculta Jesús el riesgo de quedarse fuera de «la fiesta final», pero el que llega no es un juez con su «hacha» amenazadora, sino un Padre cercano, «Abba», que quiere reinar en medio de los hombres porque sólo busca la dicha del ser humano. La experiencia de Dios se vive, pues, no como preparación de un juicio, sino como acogida de un Padre que quiere reinar en una sociedad fraterna. Lo decisivo no es «hacer penitencia», sino «ser misericordiosos como el Padre es misericordioso» (Lc 6, 36) y «buscar el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).

Por eso, el mismo Jesús se convierte, con su manera de ser, en «parábola viviente» de ese Dios bueno. No vive ayunando en el desierto como el Bautista, sino comiendo amistosamente con pecadores. No se le llama «bautizador», sino «amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19). Su vida es cercanía al sufrimiento humano, acogida al débil, sanación de la vida.

Desde la perspectiva que aquí nos interesa, subrayaría tres rasgos.

En primer lugar, Jesús «hace sitio» en su propia vida al dolor, la soledad e impotencia de los que sufren porque no tienen sitio en el corazón de los hombres ni en la sociedad.

Jesús, además, «defiende al débil», ofrece cobijo a los que están agobiados por la enfermedad, la culpabilidad o la marginación, los «pequeños» que no pueden valerse a sí mismos.

Por último, Jesús se entrega a «salvar lo perdido», la vida que se está echando a perder, la salud deteriorada. El es de «los perdidos». Ha venido «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10).

Sobre todo esto, puede verse el hermoso estudio de M. FRAIJO, Jesús y los marginados. Utopía y esperanza cristiana, Ed. Cristiandad (Madrid 1985), pp. 43-87.

Por eso mismo, el compromiso de Jesús es diferente del Bautista. No bautiza ni promueve gestos de penitencia. Su actuación se caracteriza por los «signos de bondad»: cura a los enfermos, perdona a los pecadores, expulsa demonios.

El contraste con el Bautista. «Jesús proclama la cercanía íntima de Dios, el Padre, que expresa con el nombre de "Abba", y no la llegada del juez universal. Demuestra la cercanía del Reino de Dios, no con amenazas y con ascética, sino con signos de gracia en personas fracasadas con milagros de curación de la vida enferma».

Dios no ha sido Buena Noticia para muchos cristianos que hoy se alejan de él. La religión que han conocido no ha sido para ellos gracia, liberación, fuerza salvadora, alegría para vivir. Su relación con Dios ha estado impregnada por un temor oscuro al Juez severo, y no por una confianza filial en el Padre cercano. Por decirlo de forma breve: muchos de los enfermos que llegan a los centros hospitalarios sólo han conocido «la religión del Bautista».

Por ello, la evangelización en el mundo sanitario ha de tener claro que todo aquello que impida experimentar a Dios como gracia, liberación, perdón, amor insondable, no lleva dentro la Buena Noticia de Dios, proclamada por Jesús.

La evangelización ha de comunicar la experiencia de un Dios amigo que está siempre del lado del hombre, frente a todo aquello que lo puede oprimir o dañar; que sólo interviene en nuestra vida para salvar, liberar, potenciar y elevar nuestra existencia; que sólo busca y exige lo que es bueno para el ser humano.

En concreto, la presencia en el mundo de la salud será evangelizadora si, siguiendo los pasos del primer evangelizador, el anuncio (todo lo que se dice al enfermo y se habla en el centro hospitalario), el testimonio (el modo de ser del creyente, su manera de acercarse al enfermo, su defensa de la persona) y su actuación (entrega al servicio de la curación integral del enfermo, esfuerzo por humanizar el mundo sanitario) están orientados a anunciar y comunicar la experiencia de un Dios Amigo y Salvador.

 2. La salvación ofrecida como curación

                Jesús anuncia y ofrece la salvación de Dios bajo forma de curación. Este es el dato fundamental que determina en gran parte su acción evangelizadora. Toda su actuación quedó resumida así en la memoria de la primera comunidad: «Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38). No hemos de pensar sólo en las curaciones. Jesús genera salud tanto en los individuos como en la sociedad. Su presencia y su intervención siempre tienen un carácter saludable. Podemos decir que su acción evangelizadora se concentra en poner en marcha un profundo proceso de curación, tanto individual como social. «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10).

El cuarto evangelio entiende toda la praxis de Jesús como creación de vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Es significativo observar que Jesús entiende su misión como una acción sanadora: «No necesitan médico los sanos, sino los que están mal. Yo no he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 31-32 = Mc 2, 17; Mt 9, 12-13).

Por eso, Jesús no separa nunca su actividad curadora y la proclamación del Reino. Al contrario, «proclamación del Reino» y «curación de los enfermos» son dos componentes que integran el acto evangelizador de Jesús: «Recorría toda Galilea... proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23; 9, 35; Lc 6, 18, etc.).

Las curaciones que Jesús opera a nivel físico, psicológico o espiritual, no son hechos cerrados en sí mismos, sino que están siempre al servicio de la evangelización. Son, por decirlo así, el símbolo más expresivo, la parábola más gráfica de la salvación que él aporta, la experiencia desde la que se ilumina el sentido de toda su acción evangelizadora. Cuando el Bautista pregunta por el Cristo, sólo recibe de Jesús esta respuesta: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,2).

Esta actividad curadora de Jesús no es un puro servicio médico, sino una acción sanadora del ser humano, que revela y encarna al Dios «amigo de la vida». «Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que el Reinado de Dios está llegando a vosotros» (Mt 12, 28). La sanación integral de la persona como proceso creativo de recuperación de vida, crecimiento positivo de la persona, señorío sobre el propio cuerpo, victoria sobre las fuerzas del mal, es una experiencia privilegiada para anunciar y ofrecer la salvación de Dios.

Todo esto significa que la acción evangelizadora en el mundo de la salud no ha de ser algo añadido a la actuación curadora, sino que ha de integrarse y llevarse a cabo precisamente en el interior de esa actuación y desde la misma.

No se trata, pues, de trabajar profesionalmente en el mundo sanitario y luego realizar, además algunas actividades de tipo catequético, litúrgico o caritativo, sino de trabajar la curación del ser humano de tal forma que pueda ser signo de un Dios Amigo y Salvador, e invitación a acoger su salvación.

Como veremos más adelante, todo esto se concreta, sobre todo, en entender y vivir la acción sanitaria como un servicio a la salud integral del enfermo, y en trabajar comprometidamente por un mundo sanitario más humano y humanizador. Todo ello siguiendo el espíritu del primer evangelizador.

 3. La superación de una pastoral centrada en «lo sacramental»

                En una situación de cristiandad en la que todos son considerados creyentes, es normal que la liturgia y los sacramentos en los que se expresa la fe del bautizado, tengan una relevancia grande. Si se tiene fe, lo normal es practicarla. La pastoral sacramental se convierte entonces en la gran tarea de la Iglesia, ocupando gran parte de su atención y de su actividad.

También en el mundo sanitario. El esfuerzo pastoral se concentra, sobre todo, en la asistencia sacramental hasta el punto de que el objetivo primordial viene a ser que «ningún enfermo muera sin sacramentos».

Esta pastoral centrada en la asistencia sacramental al enfermo encierra, sin duda, grandes valores que no hemos de despreciar ligeramente. En el fondo de esta actitud hay una preocupación sincera por la salvación última de la persona y una voluntad de ayudar al enfermo a afrontar su muerte desde la fe y la esperanza radical en Dios. Al mismo tiempo, esta presencia junto al moribundo, en actitud de oración y súplica, expresa el deseo de acompañarlo y estar junto a él en el trance más decisivo de su vida.

Sin embargo, esta pastoral de ayuda a «bien morir» queda excesivamente corta y no recoge todo el espíritu evangelizador de Jesús que anunciaba y comunicaba la Buena Noticia de Dios promoviendo la salud integral de los enfermos, luchando constantemente por la vida y haciendo crecer a las personas en todas sus dimensiones.

Son fáciles de señalar las deficiencias más notables de esta pastoral. Cuando la atención está centrada en la asistencia sacramental, la acción se centra, sobre todo, en los enfermos graves y moribundos, desatendiendo o ignorando fácilmente al enfermo crónico, al minusválido o a aquel que no corre el riesgo de una muerte inmediata. Por otra parte, se ofrece una asistencia religiosa a cada individuo pensando en su salvación trascendente, pero se pueden olvidar otras muchas necesidades de los enfermos, especialmente de quienes están más desatendidos, más solos y más abandonados.

Además, desde esta pastoral centrada en «lo sacramental», se atiende casi exclusivamente a quienes piden o aceptan una asistencia religiosa; respecto a los demás, se adopta una postura más alejada. Al mismo tiempo, hay que recordar que, cuando la preocupación predominante es la asistencia religiosa al enfermo, fácilmente se olvida el esfuerzo y la colaboración por humanizar cada vez más el mundo sanitario. Por último, puesto que el sacerdote es el «hombre de los sacramentos», una pastoral sacramental queda prácticamente en sus manos, resultando en gran parte clericalizada.

Una acción evangelizadora fiel a Jesucristo ha de estar impulsada por creyentes capaces de hacer presente en el mundo sanitario su fuerza liberadora y salvadora. Esto exige entender y promover la pastoral de la salud desde una actitud más amplia y evangelizadora, donde, naturalmente, la asistencia sacramental tiene su lugar, pero cuyo objetivo último es el servicio liberador al enfermo. Se trata, en concreto, de hacer presente el Evangelio de Jesucristo de muchas formas:  defendiendo la salud y el bien del enfermo;  promoviendo la lucha contra la enfermedad, sus causas y consecuencias;  colaborando en la atención integral a la persona enferma en todas sus necesidades;  estando cerca de la familia y de los que sufren las consecuencias de aquella enfermedad;  colaborando para que las estructuras, instituciones y técnicas sanitarias estén al servicio del enfermo y no de otros intereses; reaccionando ante injusticias, abusos o discriminaciones en el mundo sanitario;  defendiendo los derechos de la persona enferma;  humanizando siempre más el proceso de curación o la fase terminal de los enfermos.

 4. Más allá de una evangelización «doctrinal»

                Con frecuencia, la acción evangelizadora es entendida casi exclusivamente como anuncio de un mensaje. Evangelizar sería, sobre todo, dar a conocer el mensaje cristiano o la doctrina de Jesucristo a quienes todavía no los conocen o los conocen de forma insuficiente.

Así, la evangelización en el mundo de la salud se centraría, sobre todo, en propagar la ética cristiana acerca de la problemática moderna de la bioética, y en ayudar a los enfermos a conocer el sentido cristiano del dolor y de la enfermedad, la adhesión al Crucificado, la misión del enfermo dentro de la Iglesia, etc. Entendida así, la evangelización crea todo un estilo de trabajo pastoral.

Si evangelizar es, sobre todo, dar a conocer la doctrina cristiana, la primera preocupación será asegurar medios eficaces que garanticen la propagación adecuada del mensaje cristiano frente a otras ideologías y corrientes de opinión.

La atención se centra, entonces, en la elaboración de catecismos y obras teológicas, publicación de cartas pastorales, utilización de plataformas desde las que se pueda ejercer un poder social de propaganda religiosa. Así, en el mundo sanitario, se elabora una bioética cristiana, se difunde la visión cristiana de la vida frente al aborto o la eutanasia, se piden orientaciones a la jerarquía, se divulgan catequesis y materiales pedagógicos sobre el sentido cristiano del dolor, etc.

Por otra parte, para difundir el mensaje cristiano serán necesarias personas bien formadas, que conozcan bien la doctrina cristiana y sean capaces de transmitirla a los demás de forma persuasiva y convincente. De ahí la necesidad de promover procesos de formación, cursos de bioética, escuelas de teología para agentes de pastoral, cursillos sobre teología del dolor y de la enfermedad. Es importante contar con personas que sepan «hablar» al enfermo, que sepan defender la doctrina cristiana en el mundo de la salud.

Por último, será importante el número de personas comprometidas en la acción pastoral. Necesitamos más vocaciones, más laicos comprometidos, más religiosas. A veces se diría que, en el fondo, buscamos el mayor número posible de personas que, con los medios más eficaces y la mejor preparación posible, lleguen al mayor número de gentes para dar a conocer el mensaje cristiano. Sólo así quedaría asegurada la evangelización.

Sin duda, todo lo que venimos diciendo es importante. La evangelización implica el anuncio de un mensaje, y, ciertamente, necesitamos medios eficaces y el mayor número de creyentes bien formados que se comprometan en el trabajo pastoral. Pero, hemos de preguntarnos desde qué espíritu se ha de orientar y animar todo este trabajo.

Antes que nada, hemos de recordar que el Evangelio no es sólo ni, sobre todo, una doctrina. El Evangelio es la persona de Jesucristo y la salvación que en él se nos ofrece: esa experiencia humanizadora, salvadora, liberadora, que comienza con Cristo.

Por ello mismo, evangelizar es hacer presente hoy en la vida de las personas, en el tejido de la convivencia social, en los problemas y sufrimientos de las gentes, esa fuerza salvadora y transformadora que se encierra en la persona y el acontecimiento de Jesucristo. Entendida así, la evangelización crea todo un estilo diferente de entender y promover la acción pastoral.

Para comunicar esa experiencia salvadora de Jesucristo no es suficiente utilizar cualquier medio eficaz. Lo decisivo son los medios empleados por el mismo Jesús, es decir, medios que ponen en marcha un proceso de sanación tanto en las personas como en la sociedad entera.

Medios aparentemente pobres, pero imprescindibles para introducir «eficacia curadora»:

acogida cálida a cada persona;  cercanía a las necesidades más vitales del ser humano;  liberación de la soledad y del sufrimiento;  ofrecimiento de perdón y rehabilitación;  cobijo a los más olvidados y marginados;  creación de relaciones más justas y fraternas;  oferta de sentido último a la vida, y de esperanza definitiva ante la muerte.

Es esta actuación de Jesús la que ha de orientar también hoy el acto evangelizador en el mundo de la salud.

En segundo lugar, hemos de decir que son necesarios testigos. Para transmitir una doctrina es importante contar con personas competentes y bien preparadas. Para evangelizar es decisivo además, y sobre todo, que sean testigos, es decir, creyentes en cuya vida se pueda percibir la fuerza humanizadora y transformadora que se encierra en el evangelio cuando es acogido de manera responsable.

En la evangelización del mundo de la salud, lo decisivo es contar con testigos que, con su vida, su forma de cuidar a los enfermos, su modo de comprometerse en la acción curadora, su defensa de la persona enferma, su compromiso en la humanización del servicio sanitario, sean testigos de ese Dios Amigo y Salvador, que siempre busca el bien y la dicha del ser humano.

Por último, lo importante para la tarea evangelizadora no es el número de evangelizadores, sino la calidad de vida evangélica que puedan irradiar. No se trata de «hacer cosas», sino de cuidar aquello que puede ser leído por los enfermos como «Buena Noticia» de Jesucristo.

Lo importante no es «hacer mucho», sino cuidar mejor la «calidad evangélica» de lo que hacemos, purificar el contenido de nuestra actuación, su valor evangelizador. Hay gestos pequeños y sencillos que pueden revelar un amor grande, una cercanía total al enfermo, una defensa valiente de sus derechos, y pueden anunciar y apuntar hacia un mundo sanitario más humano y humanizador.

Y puede haber toda una actividad intensa y llamativa que, en el fondo, no revele más que protagonismo, fe en el rendimiento, paternalismo, eficacia técnica y poco interés, respeto y amor cálido a la persona enferma.

II.- CLAVES PARA UNA ACCIÓN EVANGELIZADORA

 Me parece conveniente sugerir ahora algunas claves para la acción evangelizadora en el mundo de la salud. Me sitúo concretamente desde la perspectiva del creyente comprometido en este campo y trato de recordar algunos rasgos que pueden configurar su actuación evangelizadora.

 1. Desde la propia experiencia de salvación

Sólo quien cree en el Evangelio y tiene experiencia personal de la fuerza liberadora y salvadora que en él se encierra, está capacitado para evangelizar a otros. Evangelizan las personas que acogen el Evangelio y lo viven. No hemos de olvidar que la evangelización es, de alguna manera, irradiación y comunicación de la experiencia de salvación que vive el propio evangelizador.

El acto evangelizador se produce como una penetración de la fuerza salvadora de Dios en la historia de los hombres a través de unos creyentes que, ellos mismos, están haciendo, en su propia vida, esa experiencia de salvación.

Por muchos cambios y mejoras que se introduzcan en el trabajo y la organización pastoral en el mundo de la salud, no habrá más fuerza evangelizadora si los creyentes allí comprometidos no viven una experiencia más viva de la salvación de Dios que se nos ofrece en Jesucristo.

No habrá allí «foco evangelizador» si no hay creyentes que se nutren del Evangelio y lo viven como una verdad propia, experimentada por ellos mismos antes de ser comunicada a otros.

Por eso, hay que recordar que la pérdida de contemplación, el recorte de la oración, el apagamiento de la vida interior, no dan mayor eficacia a la acción evangelizadora, sino que la empobrecen de raíz con el riesgo de reducirlo todo a puro servicio sanitario o trabajo profesional.

Jesús alimenta su acción sanadora en el Padre. Curar no es para él una actividad profesional. Es «trabajar realizando las obras del que le ha enviado» (Jn 9, 4). Por eso, extrae su fuerza curadora de la oración. Así se lo hace saber a los discípulos: «Esta clase (de demonios) con nada puede ser arrojada sino con la oración» (Mc 9, 29).

La evangelización del mundo de la salud está pidiendo hoy un desarrollo más vivo de la «espiritualidad apostólica». Que los cristianos comprometidos en ese mundo se sientan enviados por Cristo a comunicar la ternura de Dios a los enfermos; que entiendan y vivan su trabajo sanitario como servicio a la evangelización. Esta «espiritualidad apostólica» nace y se alimenta en la oración. Sólo en el encuentro amoroso y silencioso con Cristo se escucha la llamada a la misión y se despierta la seducción por la tarea evangelizadora. Ahí se descubre uno «escogido para el Evangelio de Dios» (Rm l, 1). Ahí se recibe de Cristo la gracia y el apostolado» (Rm 1, 5).

Hemos de preguntarnos dónde se alimenta hoy la fuerza evangelizadora de los que se mueven en el mundo sanitario (capellanes, religiosas, agentes de pastoral), en qué oración, en qué experiencia del evangelio, en qué comunidad.

Probablemente, es necesario cultivar más la «oración apostólica», es decir, una oración en la que el evangelizador se vea arrastrado por la corriente de amor de Dios a los hombres; una oración en la que se sienta remitido y enviado a los enfermos como destinatarios de la ternura del Padre; una oración que lo vaya configurando con Cristo, el Enviado de Dios a salvar al hombre.

 2. Desde el amor sanador

                En el núcleo de la acción curadora de Jesús e inspirando todas sus actuaciones encontramos siempre el amor. Jesús actúa porque «se le conmueven las entrañas» ante el sufrimiento de las gentes.

La curación que Jesús promueve se suscita desde el amor y a través del amor. Está inspirada e impulsada por la «compasión», es decir, por una preocupación verdadera por el enfermo y una voluntad decidida de buscar su bien.

Sin esta compasión, puede haber técnica terapéutica y competencia profesional, pero no se puede producir esa relación sanadora que Jesús establecía con los enfermos. No es posible «curar» al enfermo, como lo hacía Jesús, desde el desinterés, la indiferencia, el egoísmo, el desamor.

En Jesús, «curar» es su forma de amar. Lo primero que la evangelización ha de introducir en el mundo sanitario moderno es este amor al enfermo, hecho de cercanía, solicitud, respeto, cuidado. Lo primero que la evangelización ha de anunciar a los enfermos y enfermas es que son dignos de ser amados.

Los evangelistas insisten en que los enfermos buscan el contacto con Jesús. No vienen a aplicarse unos remedios indicados por él, sino a encontrarse con su persona. Es él el que hace bien.

Lo decisivo no son los procedimientos que emplea, sino la fuerza curadora que irradia su persona. Jesús sana desde sí mismo, no desde unos remedios curativos. Lo que cura al enfermo es su palabra, su acogida, sus manos, su bendición, su perdón.

«La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona». La terapia es él mismo. No se trata ahora de ignorar o minusvalorar la técnica sanitaria y la responsabilidad profesional, sino de recordar que la actuación personal de quien utiliza esa técnica tiene en el enfermo una repercusión de signo positivo y curador, o de signo negativo y dañoso.

En un mundo de la salud tan tecnificado como el actual, la acción evangelizadora de signo positivo y curador sólo se va a transmitir al enfermo a través de las personas que utilizan esa técnica con el corazón, con amor.

3. Desde el servicio gratuito

                El amor evangelizador de Jesús a los enfermos aparece caracterizado por el signo de la gratuidad. Jesús no actúa movido por un interés económico, ni por un deber profesional, ni por objetivos proselitistas, sino por su amor entrañable a esos seres desvalidos que sufren, víctimas de las fuerzas del mal.

Así ha de ser siempre la actuación de los que evangelicen en su nombre el mundo de la enfermedad: «Id proclamando que el Reinado de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10, 7-8). No se puede proclamar que Dios está cerca del enfermo sino desde un servicio gratuito.

La gratuidad es, tal vez, el «sacramento» o signo más significativo para anunciar la Buena Noticia de Dios. En el actual mundo sanitario donde tanto cuenta el interés, la ganancia o el propio provecho, pocos gestos pueden tener más fuerza evangelizadora que el hombre o la mujer disponible y cercano, capaz de dar gratis su tiempo, sus fuerzas, parte de su descanso; la persona dispuesta a arriesgar su prestigio, su puesto, su seguridad por la defensa del enfermo; sin falsos protagonismos ni envidias, buscando siempre el servicio a la persona necesitada.

En el mundo de la salud, los gestos más claramente evangelizadores y menos ambiguos serán casi siempre aquellos servicios ocultos, poco valorados, rehuidos por casi todos, desagradables y de poco prestigio, que sólo se pueden entender desde una actitud de amor gratuito al ser humano. Lo más grande y creador que se aporta a otros siempre es gratuito. Por eso, al verdadero evangelizador le basta con la «Buena Noticia» que comunica.

Esta gratuidad del acto evangelizador exige, por otra parte, que éste no encierre otros fines ocultos, como la administración de los sacramentos, el retorno del enfermo a la Iglesia, la vuelta a la práctica.

El evangelizador cura, cuida, alivia, acompaña.

El evangelizador ama, sirve, siembra ternura, sugiere a Dios, ofrece en testimonio su propia vida. Pero nunca impone. Su actuación es invitación, interrogante, llamada. Dios tiene sus cauces para encontrarse con el enfermo y estos cauces no pasan siempre por la Iglesia ni por los sacramentos.

Esto no significa minusvalorar la celebración sacramental, sino situarla en su debido lugar. El sacramento de la reconciliación ha de ser celebrado cuando hay arrepentimiento, conversión y acogida del perdón.

La unción de los enfermos ha de celebrarse cuando la enfermedad es asumida desde la fe, o cuando el creyente se acerca a la muerte con esperanza cristiana.

 4. Desde la cercanía a los más necesitados

No es un tópico. Es el estilo del primer evangelizador. Los evangelios presentan a Jesús acercándose a los enfermos más indefensos, los excluidos de la convivencia social por su peligrosidad, los marginados, los que ni siquiera son dueños de sí mismos.

No niega su atención a personas más acomodadas, pero se acerca preferentemente a los más desvalidos y sin recursos, los que, como el paralítico de la piscina de Bezatá, «no tienen a nadie» (Jn 5, 7).

Son estos enfermos desvalidos, vencidos por el mal y abandonados por los hombres, los que «le han reconocido como la mano amorosa del Padre, extendida hacia ellos». Jesús es signo de que Dios no los abandona. No están perdidos. Sus vidas quedan abiertas a la esperanza.

Este es el dato que hoy tiene que recoger toda evangelización que quiera ser fiel a Jesús: él se hace presente allí donde la vida aparece más abandonada, más malograda.

Sólo a partir de la acción salvadora en medio de ese mundo doliente de los más excluidos, anuncia a todos al Dios, amigo de la vida. Esa es la dirección que ha de seguir también hoy la evangelización: llegar hasta los enfermos a los que nadie llega, y atender a los que, tal vez, nadie quiere atender.

Recordar su atención al centurión de Cafarnaúm (Mt 8, 5-13 = Lc 7, 1-10), o a Jairo, jefe de la sinagoga (Mt 9, 18-26, y par.).

En una sociedad estructurada, no al servicio de los más necesitados, sino de los más fuertes y poderosos, los pobres no siempre tienen acceso a un nivel digno de salud y calidad de vida.

Sectores de enfermos ancianos, crónicos mal asistidos, disminuidos físicos y psíquicos sin apoyo familiar, enfermos de patología desagradable o peligrosa, enfermos sin interés sanitario, depresivos hundidos en la soledad, hombres y mujeres marginados por una sociedad poco sensible al pobre y desagradable. Es ahí donde se ha de hacer más presente una Iglesia evangelizadora.

Este estilo preferencial por los más pobres es siempre uno de los rasgos más limpios que caracteriza al evangelizador. No todos los enfermos son iguales. Los hay más desvalidos, más solos, más insoportables, más incultos, más pobres en todos los sentidos. La cercanía y el trato a estos enfermos es un buen indicador de la calidad de la evangelización en el mundo de la salud.

 5. Desde la atención integral

                Jesús no aporta sólo salud biológica. La curación del organismo queda como englobada dentro de una acción más integral de sanación de toda la persona.

Jesús reconstruye al enfermo desde su raíz. Desbloquea lo que impide el despliegue sano de su vida. Lo arranca de la soledad y la desesperanza. Le contagia su fe y confianza en Dios. Lo libera del pecado y de la culpabilidad. Trata de promover su potencial sanador -«Tú, ¿quieres curarte?» (Jn 5, 6)-. Conduce al enfermo a un modo de vida más saludable y positivo.

 

La búsqueda de salud del hombre contporáneo sigue siendo parcial y fragmentaria. El modelo médico predominante sigue ocupándose unilateralmente del enfermo centrando su atención en el organismo enfermo, sin atender a la persona en su totalidad.

Los enfermos son curados de su enfermedad, pero pocas veces son sanados interiormente y encaminados hacia una vida más saludable.

Las ciencias psicológicas, por su parte, ignoran casi siempre la dimensión espiritual y trascendente de la persona, limitándose a recomponer el psiquismo humano como un proceso cerrado en sí mismo.

En este contexto, la evangelización se ha de situar en la búsqueda de una salud más total e integral para el ser humano. Si la asistencia médica se centra casi exclusivamente en la atención a un organismo enfermo, la acción evangelizadora ha de mirar a la sanación de la persona.

Por eso, son tareas netamente evangelizadoras:  ayudar al enfermo a curarse de heridas pasadas;  a liberarse de cuanto ha ido deteriorando y dañando su vida;

a reconciliarse consigo mismo, con sus seres queridos, o con Dios;  a iniciar unas relaciones nuevas y más sanas con los demás;  a despertar su vida interior;  a descubrir un sentido más positivo y esperanzado a su existencia.

Las necesidades del enfermo pueden ser múltiples. La actitud del evangelizador ha de ser de servicio y disponibilidad total, como es la actitud de Jesús, bien resumida en su pregunta al ciego de Jericó: «¿Qué quieres que yo te haga?» (Mc 10, 51). «¿Qué necesitas de mí?». No hay recetas. No hay soluciones «estándar».

Cada enfermo es un reto, una llamada al servicio. Hay enfermos que necesitan amor y seguridad; hay quienes necesitan aliento y fortaleza en momentos de abatimiento y depresión; otros buscan orientación en medio de su desconcierto; algunos, lo que necesitan es cobijo y compañía para afrontar la soledad. Es la necesidad misma del enfermo la que nos descubrirá qué puede ser para él «Buena Noticia» de Dios.

Por otra parte, en la sociedad actual se ha impuesto un nuevo estilo de morir. Hoy se muere más tarde y también de forma más lenta. Se muere con menos dolor, pero más solos. Rodeado de una mejor asistencia técnica, pero más privados de afecto y cercanía. En este contexto, una tarea evangelizadora ineludible es acompañar al moribundo.

No es el momento de ahondar en este acompañamiento evangélico y evangelizador, pero sí de recordar algunas actitudes básicas. Ante la muerte próxima e inevitable, lo importante no es curar, sino cuidar, aliviar y acompañar.

Comprender las dudas, miedos y crisis del enfermo;  respetar sus sentimientos y creencias;  potenciar su autoestima y su visión positiva de la vida;  ayudarle a enfrentarse a sentimientos de culpabilidad;  escuchar amistosamente sus confesiones (fracasos, remordimientos, cosas incumplidas...);  despertar su fe y confianza en Dios;  ayudarle a pedir perdón, a sentirse aceptado despedirse de sus seres queridos con paz.

 6. Desde la defensa del enfermo

                Jesús no sólo cura a los enfermos, sino que defiende la dignidad de la persona enferma y sus derechos. Así, Jesús defiende a los enfermos de la condena social que los excluye y margina como malditos y sospechosos de pecado; la enfermedad no es castigo ni signo de pecado. Defiende, al mismo tiempo, su derecho a ser atendidos debidamente y critica el entramado legal de aquella sociedad judía que impide curarlos en sábado.

Jesús reacciona también oponiéndose a la marginación de ciertos enfermos considerados peligrosos o impuros; por eso, «toca» a los leprosos, rompe tabúes y se acerca a enfermos «impuros». Según Jesús, todo ha de quedar subordinado al bien del enfermo.

El riesgo de deshumanización del mundo de la salud está en olvidar que el enfermo ha de ser siempre el centro de atención, cuidado y preocupación.

Toda la dinámica sanitaria, las estructuras hospitalarias y la actuación de los profesionales ha de estar al servicio del bien del enfermo.

Así dice Jesús del ciego de nacimiento: «Ni este pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3).

Jesús rompe constantemente la ley sagrada del descanso sabático para curar enfermos. Es significativa la escena de la sinagoga de Cafamaún. Jesús pregunta: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?» Ante el silencio de los presentes, Jesús, «apenado por la dureza de su corazón», cura al enfermo (Mc 3, 1-6).

Es significativa, sobre todo, la insistencia de los evangelios en señalar que Jesús «toca» al leproso, buscando el contacto personal, por encima de todas las normas del trato a impuros (Mc 1, 41; 5, 41; 5, 27; Mt 8, 3; 9, 25; Lc 5, 13; 8, 54, etc.).

Por eso, la acción evangelizadora ha de enfrentarse y denunciar todo cuanto sea olvido, marginación, abuso o manipulación del enfermo. Por otra parte, ha de promover todo aquello que mejore el cuidado del enfermo y la atención integral a sus necesidades.

Este compromiso transformador del mundo sanitario pertenece al acto evangelizador. No basta atender personalmente bien a cada enfermo. Es necesario también el esfuerzo por humanizar cada vez más las estructuras, el trato al enfermo, las costumbres, el comportamiento médico. «Si el mensaje cristiano sobre el amor y la justicia no manifiesta su eficacia en la acción por la injusticia en el mundo, muy difícilmente obtendrá credibilidad entre los hombres de nuestro tiempo».

No se trata de pensar en grandes acciones, de eficacia inmediata y espectacular. La acción evangelizadora se lleva a cabo casi siempre desde la sencillez y los medios pobres. Lo importante es impulsar todo lo que puede mejorar la atención al enfermo. Defender sus derechos, incluso, en medio de otras reivindicaciones de orden salarial o laboral. Colaborar en campañas de mejora.

Tomar parte activa en Comités de ética. Elevar la denuncia oportuna.

 7. Desde la actitud de bendición

                Al enfermo nos podemos acercar desde actitudes diferentes: desde una preocupación médica, desde un interés científico o desde un ánimo lucrativo. Lo propio del evangelizador es acercarse al enfermo ara poner en su vida la bendición de Dios. Para él, el enfermo es, antes de nada, un ser humano débil y doliente, que necesita cuidado, amor y bendición.

«Bendecir» significa literalmente «hablar bien», decirle cosas buenas a alguien, y, sobre todo, decirle nuestro amor, expresarle nuestro deseo de bien.

Según la psiquiatra francesa Françoise Dolto, «bendecir es hacer el bien. Es como decir: "Yo quiero para ti el bien. Te profetizo el bien. Pensaré en ti, no pensaré sino en el bien para ti".

Eso es lo importante: la certeza de que un ser humano recibe "bendición". Se trata, pues, de estar junto a los enfermos en una actitud de bendición, que significa marcar con la benevolencia a quienes parecen marcados por el mal, señalar con amor a quienes parecen señalados por la desgracia.

Jesús impone sus manos a los enfermos implorando sobre ellos la bendición de Dios. El sentido de este gesto aparece explicitado en Marcos 10, 16: «Y tomándolos (a los niños) en sus brazos, los bendecía imponiéndoles las manos.»

Y «bendecir en nombre de Dios», es decir, comunicar con gestos, palabras y cuidados, el amor de Dios. Decir al enfermo que está bendecido, a pesar de todo. Que Dios lo mira con amor infinito. Devolverle la seguridad de que es un ser amado por Dios con amor insondable.

El que bendice en nombre de Dios, busca llevar al enfermo, no un don preciso y definido, sino el bien y la gracia de Dios. Bendecir es querer comunicar el don creador y vivificador que tiene su origen en la bondad infinita de Dios.

Por eso, «bendecir» es hacer que el enfermo esté envuelto en amor, incluso cuando ya no puede él mismo captarlo de forma consciente. Poner en esa vida amor gratuito, que alivie y cure; poner gracia y benevolencia donde solo parece haber mal en exceso.

Cuando hablo de «bendición» no hablo de un gesto aislado, sino de una actitud mantenida a lo largo de la enfermedad.

El enfermo necesita pruebas constantes de que es acogido y amado.

Necesita palabras y gestos bienhechores.

Necesita compañía, cuidado, acogida, sosiego.

Necesita saber, de alguna forma, que haga lo que haga y diga lo que diga, vayan como vayan las cosas, siempre habrá para él gracia y misericordia, siempre habrá alguien que cuidará de él y buscará su bien.

La bendición exige pues, todo un estilo de cuidar al enfermo con amor gratuito, con respeto total, con paciencia y afecto.

Quien bendice en nombre de Dios, está atento al misterio profundo de cada ser humano. Mira a cada enfermo con los ojos bondadosos del Padre. Trata de recoger y transmitir con su propia vida el amor insondable y misterioso de Dios a ese ser que sufre.

No siempre es posible la curación. No podemos arrancar el mal de raíz. No podemos salvar. Quien bendice en nombre de Dios, trabaja con humildad y paciencia. Desde la fe y la esperanza en Dios, único Salvador definitivo del ser humano.