20 April 2024
 

 

                                                                                 MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

                                  CON OCASIÓN DE LA XX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

                                                          (11 de febrero de 2012)

“¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!” (Lucas 17,19)

¡Queridos hermanos y hermanas!

 Con ocasión de la Jornada Mundial del Enfermo, que celebraremos el próximo 11 de febrero de 2012, memoria de la Bienaventurada Virgen de Lourdes, deseo renovar mi cercanía espiritual a todos los enfermos que están hospitalizados o son atendidos por las familias, y expreso a cada uno la solicitud y el afecto de toda la Iglesia. En la acogida generosa y afectuosa de cada vida humana, sobre todo la débil y enferma, el cristiano expresa un aspecto importante de su testimonio evangélico siguiendo el ejemplo de Cristo, que se ha inclinado ante los sufrimientos materiales y espirituales del hombre para curarlos. 

1. Este año, que constituye la preparación más inmediata para la solemne Jornada Mundial del Enfermo, que se celebrará en Alemania el 11 de febrero de 2013, y que se centrará en la emblemática figura evangélica del samaritano (cf. Lc 10,29-37), quisiera poner el acento en los «sacramentos de curación», es decir, en el sacramento de la penitencia y de la reconciliación, y en el de la unción de los enfermos, que culminan de manera natural en la comunión eucarística.

El encuentro de Jesús con los diez leprosos, descrito en el Evangelio de san Lucas (cf. Lc 17,11-19), y en particular las palabras que el Señor dirige a uno de ellos: «¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!» (v. 19), ayudan a tomar conciencia de la importancia de la fe para quienes, agobiados por el sufrimiento y la enfermedad, se acercan al Señor. En el encuentro con él, pueden experimentar realmente que ¡quien cree no está nunca solo! En efecto, Dios por medio de su Hijo, no nos abandona en nuestras angustias y sufrimientos, está junto a nosotros, nos ayuda a llevarlas y desea curar nuestro corazón en lo más profundo (cf. Mc 2,1-12).

La fe de aquel leproso que, a diferencia de los otros, al verse sanado, vuelve enseguida a Jesús lleno de asombro y de alegría para manifestarle su reconocimiento, deja entrever que la salud recuperada es signo de algo más precioso que la simple curación física, es signo de la salvación que Dios nos da a través de Cristo, y que se expresa con las palabras de Jesús: tu fe te ha salvado. Quien invoca al Señor en su sufrimiento y enfermedad, está seguro de que su amor no le abandona nunca, y de que el amor de la Iglesia, que continúa en el tiempo su obra de salvación, nunca le faltará. La curación física, expresión de la salvación más profunda, revela así la importancia que el hombre, en su integridad de alma y cuerpo, tiene para el Señor. Cada sacramento, en definitiva, expresa y actúa la proximidad Dios mismo, el cual, de manera absolutamente gratuita, nos toca por medio de realidades materiales que él toma a su servicio y convierte en instrumentos del encuentro entre nosotros y Él mismo (cf. Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). «La unidad entre creación y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y alma, al hombre entero» (Homilía, S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).

La tarea principal de la Iglesia es, ciertamente, el anuncio del Reino de Dios, «pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “… para curar los corazones desgarrados” (Is 61,1)» (ibíd.), según la misión que Jesús confió a sus discípulos (cf. Lc 9,1-2; Mt 10,1.5-14; Mc 6,7-13). El binomio entre salud física y renovación del alma lacerada nos ayuda, pues, a comprender mejor los «sacramentos de curación».

2. El sacramento de la penitencia ha sido, a menudo, el centro de reflexión de los pastores de la Iglesia, por su gran importancia en el camino de la vida cristiana, ya que «toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une a Él con profunda amistad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1468). La Iglesia, continuando el anuncio de perdón y reconciliación, proclamado por Jesús, no cesa de invitar a toda la humanidad a convertirse y a creer en el Evangelio. Así lo dice el apóstol Pablo: «Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Jesús, con su vida anuncia y hace presente la misericordia del Padre. Él no ha venido para condenar, sino para perdonar y salvar, para dar esperanza incluso en la oscuridad más profunda del sufrimiento y del pecado, para dar la vida eterna; así, en el sacramento de la penitencia, en la «medicina de la confesión», la experiencia del pecado no degenera en desesperación, sino que encuentra el amor que perdona y transforma (cf. Juan Pablo II, Exhortación ap. postsin. Reconciliatio et Paenitentia, 31).

Dios, «rico en misericordia» (Ef 2,4), como el padre de la parábola evangélica (cf. Lc 15, 11-32), no cierra el corazón a ninguno de sus hijos, sino que los espera, los busca, los alcanza allí donde el rechazo de la comunión les ha encerrado en el aislamiento y en la división, los llama a reunirse en torno a su mesa, en la alegría de la fiesta del perdón y la reconciliación. El momento del sufrimiento, en el cual podría surgir la tentación de abandonarse al desaliento y a la desesperación, puede transformarse en tiempo de gracia para recapacitar y, como el hijo pródigo de la parábola, reflexionar sobre la propia vida, reconociendo los errores y fallos, sentir la nostalgia del abrazo del Padre y recorrer el camino de regreso a casa. Él, con su gran amor vela siempre y en cualquier circunstancia sobre nuestra existencia y nos espera para ofrecer, a cada hijo que vuelve a él, el don de la plena reconciliación y de la alegría.

3. De la lectura del Evangelio emerge, claramente, cómo Jesús ha mostrado una particular predilección por los enfermos. Él no sólo ha enviado a sus discípulos a curar las heridas (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que también ha instituido para ellos un sacramento específico: la unción de los enfermos. La carta de Santiago atestigua la presencia de este gesto sacramental ya en la primera comunidad cristiana (cf. 5,14-16): con la unción de los enfermos, acompañada con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado, para que les alivie sus penas y los salve; es más, les exhorta a unirse espiritualmente a la pasión y a la muerte de Cristo, para contribuir, de este modo, al bien del Pueblo de Dios.

Este sacramento nos lleva a contemplar el doble misterio del monte de los Olivos, donde Jesús dramáticamente encuentra, aceptándola, la vía que le indicaba el Padre, la de la pasión, la del supremo acto de amor. En esa hora de prueba, él es el mediador «llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento de la pasión del mundo, transformándolo en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo así realmente al momento de la redención» (Lectio divina, Encuentro con el clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Pero «el Huerto de los Olivos es también el lugar desde el cual ascendió al Padre, y es por tanto el lugar de la Redención … Este doble misterio del monte de los Olivos está siempre “activo” también en el óleo sacramental de la Iglesia … signo de la bondad de Dios que llega a nosotros» (Homilía, S. Misa Crismal, 1 de abril de 2010). En la unción de los enfermos, la materia sacramental del óleo se nos ofrece, por decirlo así, «como medicina de Dios … que ahora nos da la certeza de su bondad, que nos debe fortalecer y consolar, pero que, al mismo tiempo, y más allá de la enfermedad, remite a la curación definitiva, a la resurrección (cf. St 5,14)» (ibíd.).

Este sacramento merece hoy una mayor consideración, tanto en la reflexión teológica como en la acción pastoral con los enfermos. Valorizando los contenidos de la oración litúrgica que se adaptan a las diversas situaciones humanas unidas a la enfermedad, y no sólo cuando se ha llegado al final de la vida (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1514), la unción de los enfermos no debe ser considerada como «un sacramento menor» respecto a los otros. La atención y el cuidado pastoral hacia los enfermos, por un lado es señal de la ternura de Dios con los que sufren, y por otro lado beneficia también espiritualmente a los sacerdotes y a toda la comunidad cristiana, sabiendo que todo lo que se hace con el más pequeño, se hace con el mismo Jesús (cf. Mt 25,40).

4. A propósito de los «sacramentos de la curación», san Agustín afirma: «Dios cura todas tus enfermedades. No temas, pues: todas tus enfermedades serán curadas … Tú sólo debes dejar que él te cure y no rechazar sus manos» (Exposición sobre el salmo 102, 5: PL 36, 1319-1320). Se trata de medios preciosos de la gracia de Dios, que ayudan al enfermo a conformarse, cada vez con más plenitud, con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Junto a estos dos sacramentos, quisiera también subrayar la importancia de la eucaristía. Cuando se recibe en el momento de la enfermedad contribuye de manera singular a realizar esta transformación, asociando a quien se nutre con el Cuerpo y la Sangre de Jesús al ofrecimiento que él ha hecho de sí mismo al Padre para la salvación de todos. Toda la comunidad eclesial, y la comunidad parroquial en particular, han de asegurar la posibilidad de acercarse con frecuencia a la comunión sacramental a quienes, por motivos de salud o de edad, no pueden ir a los lugares de culto. De este modo, a estos hermanos y hermanas se les ofrece la posibilidad de reforzar la relación con Cristo crucificado y resucitado, participando, con su vida ofrecida por amor a Cristo, en la misma misión de la Iglesia. En esta perspectiva, es importante que los sacerdotes que prestan su delicada misión en los hospitales, en las clínicas y en las casas de los enfermos se sientan verdaderos « «ministros de los enfermos», signo e instrumento de la compasión de Cristo, que debe llegar a todo hombre marcado por el sufrimiento» (Mensaje para la XVIII Jornada Mundial del Enfermo, 22 de noviembre de 2009).

La conformación con el misterio pascual de Cristo, realizada también mediante la práctica de la comunión espiritual, asume un significado muy particular cuando la eucaristía se administra y se recibe como viático. En ese momento de la existencia, resuenan de modo aún más incisivo las palabras del Señor: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,54). En efecto, la eucaristía, sobre todo como viático, es – según la definición de san Ignacio de Antioquia – «fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte» (Carta a los Efesios, 20: PG 5, 661), sacramento del paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre, que a todos espera en la Jerusalén celeste.

5. El tema de este Mensaje para la XX Jornada Mundial del Enfermo, «¡Levántate, vete; tu fe te ha salvado!», se refiere también al próximo «Año de la fe», que comenzará el 11 de octubre de 2012, ocasión propicia y preciosa para redescubrir la fuerza y la belleza de la fe, para profundizar sus contenidos y para testimoniarla en la vida de cada día (cf. Carta ap. Porta fidei, 11 de octubre de 2011). Deseo animar a los enfermos y a los que sufren a encontrar siempre en la fe un ancla segura, alimentada por la escucha de la palabra de Dios, la oración personal y los sacramentos, a la vez que invito a los pastores a facilitar a los enfermos su celebración. Que los sacerdotes, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor y como guías de la grey que les ha sido confiada, se muestren llenos de alegría, atentos con los más débiles, los sencillos, los pecadores, manifestando la infinita misericordia de Dios con las confortadoras palabras de la esperanza (cf. S. Agustín, Carta 95, 1: PL 33, 351-352).

A todos los que trabajan en el mundo de la salud, como también a las familias que en sus propios miembros ven el rostro sufriente del Señor Jesús, renuevo mi agradecimiento y el de la Iglesia, porque, con su competencia profesional y tantas veces en silencio, sin hablar de Cristo, lo manifiestan (cf. Homilía, S. Misa Crismal, 21 de abril de 2011).

A María, Madre de Misericordia y Salud de los Enfermos, dirigimos nuestra mirada confiada y nuestra oración; su materna compasión, vivida junto al Hijo agonizante en la Cruz, acompañe y sostenga la fe y la esperanza de cada persona enferma y que sufre en el camino de curación de las heridas del cuerpo y del espíritu.

Os aseguro mi recuerdo en la oración, mientras imparto a cada uno una especial Bendición Apostólica.

 

Arquidiócesis de Ibagué.  AÑO 2012

             Al apóstol de la salud, al apóstol de los enfermos, le compete promover, cuidar, defender y celebrar la vida, haciendo presente el don liberador y salvífico de Jesús. Ese es el sentimiento permanente, no puede ser otro, pues es el mismo sentimiento de Dios quien entregó su vida por la salud nuestra: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.”  (Juan 10,10).  Quién mas que Dios, para indicarnos lo que debemos hacer, sólo Dios tiene palabras de vida eterna y sus palabras se convierten para nosotros en misión. 

                El amor es la realidad total que cubre el éxito de la misión nuestra con los enfermos del alma y del cuerpo. Sin amor no los podemos entender, sin amor no los podemos curar, sin amor no los podemos perdonar, sin amor no podemos extenderles nuestra mano, acariciarlos, hablarles, acompañarlos, invitarlos a ser positivos en sus vidas.

Las cosas del corazón despiertan a los enfermos, las cosas del corazón opacan la vida del enfermo. Un gran matemático francés escribía: “El corazón tiene sus razones de las que la razón no sabe nada” (Blaise Pascal).  Así son las cosas con nosotros los seres humanos, la vida emocional nuestra vence a la razón como lo hace un poema. Una y otra se alejan de la posibilidad de explicación igual que un espejismo en un día de verano. Somos seres sensibles, somos seres emotivos, somos seres volitivos. Necesitamos que nos comprendan, necesitamos que nos atiendan, necesitamos que nos levanten el ánimo, necesitamos que nos den esperanzas, necesitamos sentir la energía de vida en los demás. 

 

                Por qué no darle gracias a Dios, por tantos corazones grandes y nobles que en muchas partes del planeta, aman a los que sufren, entregan su vida por los que sufren, viven las bienaventuranzas del Maestro de los enfermos: Bienaventurado todo aquel que descubra a Dios en el sufrimiento y el dolor de sus semejantes.

 

COMO EVANGELIZAR HOY EL MUNDO DE LA SALUD

 

 

En diversas ocasiones me he ocupado de diferentes aspectos de la evangelización en el mundo de la salud. El tema es amplio y puede ser abordado desde perspectivas complementarias. En esta exposición quisiera diseñar una especie de bases fundamentales para impulsar la evangelización hoy en el mundo de la salud y, más en concreto, en medio del dolor y la crisis producida por la enfermedad.

 

 

En primer lugar, esbozaré un marco básico teológico-pastoral desde el cual entender y orientar hoy el acto evangelizador en el mundo sanitario. Luego, ofreceré algunas claves para la acción evangelizadora en el mundo sanitario.

 

 

I.- MARCO TEOLOGICO-PASTORAL

 

 

Marcos resume toda la actuación de Jesús diciendo que «proclamaba la Buena Noticia de Dios» (Mc 1, 15). En eso consiste fundamentalmente el acto evangelizador: en comunicar de manera creíble la Buena Noticia de Dios.

 

Este hecho tan simple y elemental nos obliga a plantearnos las cuestiones más graves:

 

¿Puede Dios ser acogido como Buena Noticia en el mundo de la salud?

 

¿Qué tiene que suceder para que los enfermos y enfermas de hoy puedan experimentar a Dios como una realidad nueva y buena?

 

¿En qué hay que cambiar?

 

¿En qué hay que acertar para impulsar hoy la evangelización en el mundo moderno de la salud?

 

1. La experiencia de un Dios Amigo y Salvador

 

Para captar bien la dirección que se ha de imprimir hoy a la evangelización, hemos de recordar que, en el núcleo del mensaje y de la actuación de Jesús, nos encontramos con el anuncio y la experiencia de un Dios Amigo y Salvador del hombre. Por decirlo en pocas palabras, podemos hacer estas tres afirmaciones:

 

lo que Jesús anuncia acerca de Dios es bueno y esperanzador para el ser humano;

 

su manera de ser, su persona, su vida, es algo bueno para el enfermo débil, marginado y pecador;

 

su actuación en el mundo del dolor introduce liberación y sanación en la vida de las personas y en la sociedad entera. Esta originalidad de Jesús aparece con más claridad si la consideramos en contraste con la actuación de Juan el Bautista.

 

Toda la predicación del Bautista se concentra en el anuncio del juicio inminente de Dios: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles» (Mt 3, 10). Nadie se librará de este juicio severo. Lo único que queda es hacer penitencia, auto-castigarse y volver al cumplimiento de la Ley para «huir de la ira inminente» (Mt 3, 7). Esto es lo decisivo. La experiencia de Dios se entiende y se vive, sobre todo, como espera y preparación del juicio divino.

 

Pero no son sólo palabras. La vida misma del Bautista se convierte en símbolo de su mensaje. Juan se retira al desierto y vive una existencia de austeridad y ayuno, que recuerda a todos el juicio de Dios que llega, y la penitencia que ha de hacer el pueblo.

 

Por eso mismo, toda su actuación se concentra en un gran gesto: el «bautismo» de penitencia y purificación. El Bautista no cura enfermos, no perdona a los pecadores, no bendice. Sólo «bautiza» y llama a la penitencia. Su actuación introduce temor a la ira de Dios, pero difícilmente puede ser percibida como «proclamación de la Buena Noticia de Dios».

 

La aparición de Jesús de Nazaret representa «algo nuevo». Su predicación ya no se centra en el juicio de Dios cuya ira está a punto de manifestarse, sino en la gracia salvadora de Dios para todos los hombres y mujeres, incluso para los paganos y pecadores.

 

No oculta Jesús el riesgo de quedarse fuera de «la fiesta final», pero el que llega no es un juez con su «hacha» amenazadora, sino un Padre cercano, «Abba», que quiere reinar en medio de los hombres porque sólo busca la dicha del ser humano. La experiencia de Dios se vive, pues, no como preparación de un juicio, sino como acogida de un Padre que quiere reinar en una sociedad fraterna. Lo decisivo no es «hacer penitencia», sino «ser misericordiosos como el Padre es misericordioso» (Lc 6, 36) y «buscar el Reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).

 

Por eso, el mismo Jesús se convierte, con su manera de ser, en «parábola viviente» de ese Dios bueno. No vive ayunando en el desierto como el Bautista, sino comiendo amistosamente con pecadores. No se le llama «bautizador», sino «amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19). Su vida es cercanía al sufrimiento humano, acogida al débil, sanación de la vida.

 

Desde la perspectiva que aquí nos interesa, subrayaría tres rasgos.

 

En primer lugar, Jesús «hace sitio» en su propia vida al dolor, la soledad e impotencia de los que sufren porque no tienen sitio en el corazón de los hombres ni en la sociedad.

 

Jesús, además, «defiende al débil», ofrece cobijo a los que están agobiados por la enfermedad, la culpabilidad o la marginación, los «pequeños» que no pueden valerse a sí mismos.

 

Por último, Jesús se entrega a «salvar lo perdido», la vida que se está echando a perder, la salud deteriorada. El es de «los perdidos». Ha venido «a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10).

 

Sobre todo esto, puede verse el hermoso estudio de M. FRAIJO, Jesús y los marginados. Utopía y esperanza cristiana, Ed. Cristiandad (Madrid 1985), pp. 43-87.

 

Por eso mismo, el compromiso de Jesús es diferente del Bautista. No bautiza ni promueve gestos de penitencia. Su actuación se caracteriza por los «signos de bondad»: cura a los enfermos, perdona a los pecadores, expulsa demonios.

 

El contraste con el Bautista. «Jesús proclama la cercanía íntima de Dios, el Padre, que expresa con el nombre de "Abba", y no la llegada del juez universal. Demuestra la cercanía del Reino de Dios, no con amenazas y con ascética, sino con signos de gracia en personas fracasadas con milagros de curación de la vida enferma».

 

Dios no ha sido Buena Noticia para muchos cristianos que hoy se alejan de él. La religión que han conocido no ha sido para ellos gracia, liberación, fuerza salvadora, alegría para vivir. Su relación con Dios ha estado impregnada por un temor oscuro al Juez severo, y no por una confianza filial en el Padre cercano. Por decirlo de forma breve: muchos de los enfermos que llegan a los centros hospitalarios sólo han conocido «la religión del Bautista».

 

Por ello, la evangelización en el mundo sanitario ha de tener claro que todo aquello que impida experimentar a Dios como gracia, liberación, perdón, amor insondable, no lleva dentro la Buena Noticia de Dios, proclamada por Jesús.

 

La evangelización ha de comunicar la experiencia de un Dios amigo que está siempre del lado del hombre, frente a todo aquello que lo puede oprimir o dañar; que sólo interviene en nuestra vida para salvar, liberar, potenciar y elevar nuestra existencia; que sólo busca y exige lo que es bueno para el ser humano.

 

En concreto, la presencia en el mundo de la salud será evangelizadora si, siguiendo los pasos del primer evangelizador, el anuncio (todo lo que se dice al enfermo y se habla en el centro hospitalario), el testimonio (el modo de ser del creyente, su manera de acercarse al enfermo, su defensa de la persona) y su actuación (entrega al servicio de la curación integral del enfermo, esfuerzo por humanizar el mundo sanitario) están orientados a anunciar y comunicar la experiencia de un Dios Amigo y Salvador.

 

 2. La salvación ofrecida como curación

 

Jesús anuncia y ofrece la salvación de Dios bajo forma de curación. Este es el dato fundamental que determina en gran parte su acción evangelizadora. Toda su actuación quedó resumida así en la memoria de la primera comunidad: «Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38). No hemos de pensar sólo en las curaciones. Jesús genera salud tanto en los individuos como en la sociedad. Su presencia y su intervención siempre tienen un carácter saludable. Podemos decir que su acción evangelizadora se concentra en poner en marcha un profundo proceso de curación, tanto individual como social. «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10).

 

El cuarto evangelio entiende toda la praxis de Jesús como creación de vida: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Es significativo observar que Jesús entiende su misión como una acción sanadora: «No necesitan médico los sanos, sino los que están mal. Yo no he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (Lc 5, 31-32 = Mc 2, 17; Mt 9, 12-13).

 

Por eso, Jesús no separa nunca su actividad curadora y la proclamación del Reino. Al contrario, «proclamación del Reino» y «curación de los enfermos» son dos componentes que integran el acto evangelizador de Jesús: «Recorría toda Galilea... proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23; 9, 35; Lc 6, 18, etc.).

 

Las curaciones que Jesús opera a nivel físico, psicológico o espiritual, no son hechos cerrados en sí mismos, sino que están siempre al servicio de la evangelización. Son, por decirlo así, el símbolo más expresivo, la parábola más gráfica de la salvación que él aporta, la experiencia desde la que se ilumina el sentido de toda su acción evangelizadora. Cuando el Bautista pregunta por el Cristo, sólo recibe de Jesús esta respuesta: «Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia» (Mt 11,2).

 

Esta actividad curadora de Jesús no es un puro servicio médico, sino una acción sanadora del ser humano, que revela y encarna al Dios «amigo de la vida». «Si yo expulso los demonios por el Espíritu de Dios, es que el Reinado de Dios está llegando a vosotros» (Mt 12, 28). La sanación integral de la persona como proceso creativo de recuperación de vida, crecimiento positivo de la persona, señorío sobre el propio cuerpo, victoria sobre las fuerzas del mal, es una experiencia privilegiada para anunciar y ofrecer la salvación de Dios.

 

Todo esto significa que la acción evangelizadora en el mundo de la salud no ha de ser algo añadido a la actuación curadora, sino que ha de integrarse y llevarse a cabo precisamente en el interior de esa actuación y desde la misma.

 

No se trata, pues, de trabajar profesionalmente en el mundo sanitario y luego realizar, además algunas actividades de tipo catequético, litúrgico o caritativo, sino de trabajar la curación del ser humano de tal forma que pueda ser signo de un Dios Amigo y Salvador, e invitación a acoger su salvación.

 

Como veremos más adelante, todo esto se concreta, sobre todo, en entender y vivir la acción sanitaria como un servicio a la salud integral del enfermo, y en trabajar comprometidamente por un mundo sanitario más humano y humanizador. Todo ello siguiendo el espíritu del primer evangelizador.

 

 

 

3. La superación de una pastoral centrada en «lo sacramental»

 

 En una situación de cristiandad en la que todos son considerados creyentes, es normal que la liturgia y los sacramentos en los que se expresa la fe del bautizado, tengan una relevancia grande. Si se tiene fe, lo normal es practicarla. La pastoral sacramental se convierte entonces en la gran tarea de la Iglesia, ocupando gran parte de su atención y de su actividad.

 

También en el mundo sanitario. El esfuerzo pastoral se concentra, sobre todo, en la asistencia sacramental hasta el punto de que el objetivo primordial viene a ser que «ningún enfermo muera sin sacramentos».

 

Esta pastoral centrada en la asistencia sacramental al enfermo encierra, sin duda, grandes valores que no hemos de despreciar ligeramente. En el fondo de esta actitud hay una preocupación sincera por la salvación última de la persona y una voluntad de ayudar al enfermo a afrontar su muerte desde la fe y la esperanza radical en Dios. Al mismo tiempo, esta presencia junto al moribundo, en actitud de oración y súplica, expresa el deseo de acompañarlo y estar junto a él en el trance más decisivo de su vida.

 

Sin embargo, esta pastoral de ayuda a «bien morir» queda excesivamente corta y no recoge todo el espíritu evangelizador de Jesús que anunciaba y comunicaba la Buena Noticia de Dios promoviendo la salud integral de los enfermos, luchando constantemente por la vida y haciendo crecer a las personas en todas sus dimensiones.

 

Son fáciles de señalar las deficiencias más notables de esta pastoral. Cuando la atención está centrada en la asistencia sacramental, la acción se centra, sobre todo, en los enfermos graves y moribundos, desatendiendo o ignorando fácilmente al enfermo crónico, al minusválido o a aquel que no corre el riesgo de una muerte inmediata. Por otra parte, se ofrece una asistencia religiosa a cada individuo pensando en su salvación trascendente, pero se pueden olvidar otras muchas necesidades de los enfermos, especialmente de quienes están más desatendidos, más solos y más abandonados.

 

Además, desde esta pastoral centrada en «lo sacramental», se atiende casi exclusivamente a quienes piden o aceptan una asistencia religiosa; respecto a los demás, se adopta una postura más alejada. Al mismo tiempo, hay que recordar que, cuando la preocupación predominante es la asistencia religiosa al enfermo, fácilmente se olvida el esfuerzo y la colaboración por humanizar cada vez más el mundo sanitario. Por último, puesto que el sacerdote es el «hombre de los sacramentos», una pastoral sacramental queda prácticamente en sus manos, resultando en gran parte clericalizada.

 

Una acción evangelizadora fiel a Jesucristo ha de estar impulsada por creyentes capaces de hacer presente en el mundo sanitario su fuerza liberadora y salvadora. Esto exige entender y promover la pastoral de la salud desde una actitud más amplia y evangelizadora, donde, naturalmente, la asistencia sacramental tiene su lugar, pero cuyo objetivo último es el servicio liberador al enfermo.

 

Se trata, en concreto, de hacer presente el Evangelio de Jesucristo de muchas formas:

 

defendiendo la salud y el bien del enfermo;

 

promoviendo la lucha contra la enfermedad, sus causas y consecuencias;

 

colaborando en la atención integral a la persona enferma en todas sus necesidades;

 

estando cerca de la familia y de los que sufren las consecuencias de aquella enfermedad;

 

colaborando para que las estructuras, instituciones y técnicas sanitarias estén al servicio del enfermo y no de otros intereses;

 

reaccionando ante injusticias, abusos o discriminaciones en el mundo sanitario;

 

defendiendo los derechos de la persona enferma;

 

humanizando siempre más el proceso de curación o la fase terminal de los enfermos.

 

II.- CLAVES PARA UNA ACCIÓN EVANGELIZADORA

 

1. Desde la propia experiencia de salvación

 

Sólo quien cree en el Evangelio y tiene experiencia personal de la fuerza liberadora y salvadora que en él se encierra, está capacitado para evangelizar a otros. Evangelizan las personas que acogen el Evangelio y lo viven. No hemos de olvidar que la evangelización es, de alguna manera, irradiación y comunicación de la experiencia de salvación que vive el propio evangelizador.

 

El acto evangelizador se produce como una penetración de la fuerza salvadora de Dios en la historia de los hombres a través de unos creyentes que, ellos mismos, están haciendo, en su propia vida, esa experiencia de salvación.

 

Por muchos cambios y mejoras que se introduzcan en el trabajo y la organización pastoral en el mundo de la salud, no habrá más fuerza evangelizadora si los creyentes allí comprometidos no viven una experiencia más viva de la salvación de Dios que se nos ofrece en Jesucristo.

 

No habrá allí «foco evangelizador» si no hay creyentes que se nutren del Evangelio y lo viven como una verdad propia, experimentada por ellos mismos antes de ser comunicada a otros.

 

Por eso, hay que recordar que la pérdida de contemplación, el recorte de la oración, el apagamiento de la vida interior, no dan mayor eficacia a la acción evangelizadora, sino que la empobrecen de raíz con el riesgo de reducirlo todo a puro servicio sanitario o trabajo profesional.

 

Jesús alimenta su acción sanadora en el Padre. Curar no es para él una actividad profesional. Es «trabajar realizando las obras del que le ha enviado» (Jn 9, 4). Por eso, extrae su fuerza curadora de la oración. Así se lo hace saber a los discípulos: «Esta clase (de demonios) con nada puede ser arrojada sino con la oración» (Mc 9, 29).

 

La evangelización del mundo de la salud está pidiendo hoy un desarrollo más vivo de la «espiritualidad apostólica». Que los cristianos comprometidos en ese mundo se sientan enviados por Cristo a comunicar la ternura de Dios a los enfermos; que entiendan y vivan su trabajo sanitario como servicio a la evangelización. Esta «espiritualidad apostólica» nace y se alimenta en la oración. Sólo en el encuentro amoroso y silencioso con Cristo se escucha la llamada a la misión y se despierta la seducción por la tarea evangelizadora. Ahí se descubre uno «escogido para el Evangelio de Dios» (Rm l, 1). Ahí se recibe de Cristo la gracia y el apostolado» (Rm 1, 5).

 

Hemos de preguntarnos dónde se alimenta hoy la fuerza evangelizadora de los que se mueven en el mundo sanitario (capellanes, religiosas, agentes de pastoral), en qué oración, en qué experiencia del evangelio, en qué comunidad.

 

Probablemente, es necesario cultivar más la «oración apostólica», es decir, una oración en la que el evangelizador se vea arrastrado por la corriente de amor de Dios a los hombres; una oración en la que se sienta remitido y enviado a los enfermos como destinatarios de la ternura del Padre; una oración que lo vaya configurando con Cristo, el Enviado de Dios a salvar al hombre.

 

 2. Desde el amor sanador

 

En el núcleo de la acción curadora de Jesús e inspirando todas sus actuaciones encontramos siempre el amor. Jesús actúa porque «se le conmueven las entrañas» ante el sufrimiento de las gentes.

 

La curación que Jesús promueve se suscita desde el amor y a través del amor. Está inspirada e impulsada por la «compasión», es decir, por una preocupación verdadera por el enfermo y una voluntad decidida de buscar su bien.

 

Sin esta compasión, puede haber técnica terapéutica y competencia profesional, pero no se puede producir esa relación sanadora que Jesús establecía con los enfermos. No es posible «curar» al enfermo, como lo hacía Jesús, desde el desinterés, la indiferencia, el egoísmo, el desamor.

 

En Jesús, «curar» es su forma de amar. Lo primero que la evangelización ha de introducir en el mundo sanitario moderno es este amor al enfermo, hecho de cercanía, solicitud, respeto, cuidado. Lo primero que la evangelización ha de anunciar a los enfermos y enfermas es que son dignos de ser amados.

 

Los evangelistas insisten en que los enfermos buscan el contacto con Jesús. No vienen a aplicarse unos remedios indicados por él, sino a encontrarse con su persona. Es él el que hace bien.

 

Lo decisivo no son los procedimientos que emplea, sino la fuerza curadora que irradia su persona. Jesús sana desde sí mismo, no desde unos remedios curativos. Lo que cura al enfermo es su palabra, su acogida, sus manos, su bendición, su perdón.

 

«La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona». La terapia es él mismo. No se trata ahora de ignorar o minusvalorar la técnica sanitaria y la responsabilidad profesional, sino de recordar que la actuación personal de quien utiliza esa técnica tiene en el enfermo una repercusión de signo positivo y curador, o de signo negativo y dañoso.

 

En un mundo de la salud tan tecnificado como el actual, la acción evangelizadora de signo positivo y curador sólo se va a transmitir al enfermo a través de las personas que utilizan esa técnica con el corazón, con amor.

 

 3. Desde el servicio gratuito

 

El amor evangelizador de Jesús a los enfermos aparece caracterizado por el signo de la gratuidad. Jesús no actúa movido por un interés económico, ni por un deber profesional, ni por objetivos proselitistas, sino por su amor entrañable a esos seres desvalidos que sufren, víctimas de las fuerzas del mal.

 

Así ha de ser siempre la actuación de los que evangelicen en su nombre el mundo de la enfermedad: «Id proclamando que el Reinado de Dios está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10, 7-8). No se puede proclamar que Dios está cerca del enfermo sino desde un servicio gratuito.

 

La gratuidad es, tal vez, el «sacramento» o signo más significativo para anunciar la Buena Noticia de Dios. En el actual mundo sanitario donde tanto cuenta el interés, la ganancia o el propio provecho, pocos gestos pueden tener más fuerza evangelizadora que el hombre o la mujer disponible y cercano, capaz de dar gratis su tiempo, sus fuerzas, parte de su descanso; la persona dispuesta a arriesgar su prestigio, su puesto, su seguridad por la defensa del enfermo; sin falsos protagonismos ni envidias, buscando siempre el servicio a la persona necesitada.

 

En el mundo de la salud, los gestos más claramente evangelizadores y menos ambiguos serán casi siempre aquellos servicios ocultos, poco valorados, rehuidos por casi todos, desagradables y de poco prestigio, que sólo se pueden entender desde una actitud de amor gratuito al ser humano. Lo más grande y creador que se aporta a otros siempre es gratuito. Por eso, al verdadero evangelizador le basta con la «Buena Noticia» que comunica.

 

Esta gratuidad del acto evangelizador exige, por otra parte, que éste no encierre otros fines ocultos, como la administración de los sacramentos, el retorno del enfermo a la Iglesia, la vuelta a la práctica.

 

El evangelizador cura, cuida, alivia, acompaña.

 

El evangelizador ama, sirve, siembra ternura, sugiere a Dios, ofrece en testimonio su propia vida. Pero nunca impone. Su actuación es invitación, interrogante, llamada. Dios tiene sus cauces para encontrarse con el enfermo y estos cauces no pasan siempre por la Iglesia ni por los sacramentos.

 

Esto no significa minusvalorar la celebración sacramental, sino situarla en su debido lugar. El sacramento de la reconciliación ha de ser celebrado cuando hay arrepentimiento, conversión y acogida del perdón.

 

La unción de los enfermos ha de celebrarse cuando la enfermedad es asumida desde la fe, o cuando el creyente se acerca a la muerte con esperanza cristiana.

 

 4. Desde la cercanía a los más necesitados

 

No es un tópico. Es el estilo del primer evangelizador. Los evangelios presentan a Jesús acercándose a los enfermos más indefensos, los excluidos de la convivencia social por su peligrosidad, los marginados, los que ni siquiera son dueños de sí mismos.

 

No niega su atención a personas más acomodadas, pero se acerca preferentemente a los más desvalidos y sin recursos, los que, como el paralítico de la piscina de Bezatá, «no tienen a nadie» (Jn 5, 7).

 

Son estos enfermos desvalidos, vencidos por el mal y abandonados por los hombres, los que «le han reconocido como la mano amorosa del Padre, extendida hacia ellos». Jesús es signo de que Dios no los abandona. No están perdidos. Sus vidas quedan abiertas a la esperanza.

 

Este es el dato que hoy tiene que recoger toda evangelización que quiera ser fiel a Jesús: él se hace presente allí donde la vida aparece más abandonada, más malograda.

 

Sólo a partir de la acción salvadora en medio de ese mundo doliente de los más excluidos, anuncia a todos al Dios, amigo de la vida. Esa es la dirección que ha de seguir también hoy la evangelización: llegar hasta los enfermos a los que nadie llega, y atender a los que, tal vez, nadie quiere atender.

 

Recordar su atención al centurión de Cafarnaúm (Mt 8, 5-13 = Lc 7, 1-10), o a Jairo, jefe de la sinagoga (Mt 9, 18-26, y par.).

 

En una sociedad estructurada, no al servicio de los más necesitados, sino de los más fuertes y poderosos, los pobres no siempre tienen acceso a un nivel digno de salud y calidad de vida.

 

Sectores de enfermos ancianos, crónicos mal asistidos, disminuidos físicos y psíquicos sin apoyo familiar, enfermos de patología desagradable o peligrosa, enfermos sin interés sanitario, depresivos hundidos en la soledad, hombres y mujeres marginados por una sociedad poco sensible al pobre y desagradable. Es ahí donde se ha de hacer más presente una Iglesia evangelizadora.