29 March 2024
 

 

 

 

5 de octubre 2017. Charla del reverendo padre, Mario García Isaza, formador del Seminario Mayor, con motivo de la misa de acción de gracias, por la beatificación del Mártir de Armero, celebrada en la catedral metropolitana de Ibagué. La ceremonia en que vamos a participar tiene, debe tener, un hondo sentido de gozo y de acción de gracias. Bendecimos a Dios por el regalo espiritual que nos ha sido dado con la beatificación del Padre Pedro María Ramírez Ramos. Un regalo para toda la Iglesia colombiana, que ve enaltecido, con el honor de los altares, a uno de sus hijos; un regalo, especialmente, para la Provincia eclesiástica de Ibagué;  y un regalo, más particularmente aún, para nuestra Arquidiócesis, para nuestra ciudad, para esta santa iglesia catedral y su feligresía, para nuestro seminario.

Porque al Beato Pedro María lo sentimos muy nuestro; perteneció al presbiterio de Ibagué; en este mismo templo fue ungido sacerdote de Cristo; apacentó, con su ministerio sacerdotal, a la comunidad cristiana en cuatro parroquias de esta Diócesis; había terminado su formación en nuestro seminario,  en la capilla de nuestro seminario había celebrado su primera Misa,  y en ella fueron velados sus restos mortales pocos días después de su martirio; ofrendó heróica y santamente su vida, a manos de los enemigos de la fe, y perdonando, como Cristo nuestro Señor, a sus verdugos, entre nosotros, en una parroquia de la Arquidiócesis. Por todo eso, repito, lo sentimos muy nuestro, y rendimos nuestra acción de gracias al Señor.

De la muerte de los mártires, que es aquella que es causada por odio a Dios, a la Iglesia y a la fe católica, nos dice el Concilio Vaticano II : “ Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad entregando su vida por nosotros, nadie tiene amor más grande que el que entrega su vida por Él y por su hermanos. (Jo. 15,13) …Por tanto, el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo y se conforma a Él con la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la prueba suprema de caridad” (Lumen Gentium, 42) Y en ese mismo documento, un poco  más adelante, se nos dice : “ Siempre creyó la Iglesia que …los mártires de Cristo, por haber dado el supremo testimonio de fe y de caridad con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos en Cristo, les profesó especial veneración, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos Ángeles, e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión.” ( 50 ) Pues bien, nuestro Santo Padre, el Papa Francisco, una vez surtidos todos los requisitos establecidos por la disciplina de la Iglesia, y en ejercicio de su autoridad infalible, ha reconocido que la muerte del Padre Pedro María Ramírez, por sus circunstancias y por los motivos que condujeron a ella, fue un verdadero martirio, y nos ha invitado a venerarlo como Beato de la Santa Iglesia, a rendirle culto como tal, y a acogernos a su intercesión. Y es ese el acontecimiento que estamos celebrando.

Recordemos, para nuestra edificación, siquiera a grandes trazos, algunos datos de su vida edificante. Nacido el 23 de octubre de 1899 en la casa campestre de sus padres, en inmediaciones de La Plata, y bautizado al día siguiente en el templo de San Sebastián, en esa población huilense transcurrió su niñez; allí se nutrió de las virtudes cristianas de una familia en la que se respiraban el respeto y el amor a Dios y al prójimo; allí se acercó a los Sacramentos, y realizó sus estudios elementales o primarios; en el seminario menor de La Mesa de Elías, cursó sus años de bachillerato; durante los cuales apareció y comenzó a germinar la semilla de la vocación sacerdotal, en el corazón y en la mente de quien era un muchacho alegre, de recio carácter, decidido por todo lo bueno, honesto y recto, deportista entusiasta y hábil, generoso en la amistad, abnegado en el servicio, con dotes sobresalientes para la música y el canto, sincera y sólidamente piadoso. Tales eran los rasgos humanos y espirituales del joven que, en el año de 1915, pedía ingreso al  Seminario Mayor de Garzón, manifestando el propósito de hacerse Sacerdote. Seis años de estudios de filosofía y teología, permitieron que esas virtudes y cualidades, cultivadas con ejemplar dedicación por él y orientadas por la comunidad educativa de esa institución de formación presbiteral fueran convirtiéndose en los rasgos de un auténtico servidor de la Dios y de la Iglesia. Sin embargo…Hay, en la vida de muchos santos, hechos y circunstancias que a nuestro pobre juicio resultan difíciles de explicar. En 1921, después de discernir con la ayuda de su orientador espiritual y con su probación, resuelve el joven Pedro María interrumpir su proceso y retirarse del seminario; cavilaciones e inseguridad, tal vez, sobre su vocación, y sin duda, una profunda rectitud interior, que no le permitía continuar sin estar cierto de su llamamiento. Algo más de siete años vivió el joven Pedro María por fuera del seminario; durante los cuales, mientras laboraba como educador, como director de escuelas públicas, poniendo al servicio de la formación de niños y jóvenes todo el acervo de sus dotes y de sus virtudes, dejaba la estela luminosa de una vida ejemplar como hombre, como católico sincera e intensamente practicante, como ciudadano integérrimo, como colaborador incondicional y comprometido de los distintos párrocos, que tuvieron en él a un servidor siempre dispuesto para secundar iniciativas pastorales con desinteresado entusiasmo. Esto en Anolaima, en La Mesa de Elías, en Buenos Aires (hoy Rivera) en Colombia, Huila, y por último en Alpujarra.

En este último lugar, había llegado a ser persona imprescindible para cuanta actividad social o cultural en bien de la comunidad se organizara, y el brazo derecho del Párroco, a cuyo servicio ponía incondicionalmente sus riquísimas y múltiples dotes humanas. Fue allí donde lo halló, al realizar visita pastoral como Obispo de Ibagué, Monseñor Pedro María Rodríguez: y  ese encuentro fue el hecho providencial gracias al cual el hoy Beato Pedro María vino a pertenecer a esta Iglesia particular de Ibagué; admirado de la vida ejemplar de aquel joven, a quien ya había conocido cuando era párroco de Anolaima, el Prelado le hizo pensar de nuevo en el sacerdocio; fue el soplo que  reavivó el fuego que seguía vivo en el fondo de aquella alma privilegiada. Y he aquí que, a mediados del año 1928, nuestro seminario de Ibagué lo vio llegar, y uno de los que serían desde entonces sus compañeros de camino,  le oyó decir: vengo a entregarme totalmente a Dios. Todo un programa de santidad, en cinco palabras.

Y eso, una entrega total a Dios, fue desde ese momento la vida de nuestro Beato. De los dos años y medio que pasó en nuestro seminario, los pocos testimonios que existen y que han recogido los biógrafos solo muestran a un hombre ejemplar en el cumplimiento de todos sus deberes, de una piedad sólida y edificante, dado sin reserva a la búsqueda de la santidad, que se preparaba seria, fervorosa y responsablemente para el sacerdocio. Las órdenes del subdiaconado y el diaconado fueron acercándolo a la cumbre sacerdotal. Y el día 21 de junio de 1931, en este recinto sagrado en que hoy lo honramos, fue ungido sacerdote por Monseñor Pedro María Rodríguez, que tanto lo estimaba. Tenía un poco menos de 31 años. Y fueron solo 16 años y diez meses los de su ejercicio sacerdotal. Breve tiempo, si se quiere, pero de tal plenitud, de tanto celo y entrega por la gloria de Dios y el bien de las almas que le eran confiadas, de una práctica tan intensa de virtudes sacerdotales, que cuando las fuerzas del infierno se desataron contra él y lo condujeron al martirio, era trigo maduro para el cielo. Cuatro fueron las parroquias que se beneficiaron de su servicio pastoral : fue Vicario Cooperador, primero, del Párroco de Chaparral, por espacio aproximado de tres años; y luego sucesivamente, Cura Párroco de Cunday, durante nueve años; durante tres, de El Fresno; y de Armero desde julio de 1946 hasta el nefasto 10 de abril de 1948, fecha de su martirio atroz. En esas parroquias, se prodigó sin descanso, y desplegó al servicio de la comunidad toda la gama riquísima de su celo, de su laboriosidad, de su caridad, de su ardiente preocupación por hacer el bien, en lo espiritual y también en lo material. Atraía, con su solicitud pastoral y con el ejemplo de sus virtudes sacerdotales, a adultos como a niños, a los cercanos, a quienes atendía solícito, como a los alejados, a quienes buscaba incansable. Se narran en su biografía gestas sencillamente heroicas realizadas por él para ir en busca de ovejas descarriadas, o para salvar del peligro a alguien exponiendo su propia vida. Una ferviente piedad eucarística, una devoción fervorosa al Sagrado Corazón de Jesús y un amor tierno y filial a la Santísima Virgen María, eran notas características de su vida espiritual. La indeclinable fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia y la firmeza exigente con que combatía el vicio y la inmoralidad en las costumbres, suscitaban, naturalmente, el rechazo y la malquerencia de los enemigos de la verdad y de la moral cristiana.

Consta que el Padre Ramírez no solamente estaba dispuesto a morir por su fe, sino que consideraba el martirio como una gracia de Dios. Así lo expresó en varias ocasiones; a su gran amigo sacerdote, el P. Germán Guzmán, le dijo en una ocasión : tengo el presentimiento de que el Señor me concederá la gracia del martirio; y a un joven y piadoso seminarista llegó a exhortarlo : pídale a Dios la gracia del martirio. Y esa gracia llegó para él en la tarde del 10 de abril de 1948. Desde la víspera, y como parte de la arremetida que contra la Iglesia católica había lanzado en todo el país el comunismo ateo, un grupo de violentos, azuzados a través de emisoras incendiarias, habían difundido miserables calumnias contra él   y lanzado ataques contra el templo y la casa cural. Desde el primer momento fue consciente del peligro que corría. Ante la sugerencia de que huyera, “no huyo, respondió; le he consultado al Amito, y me dice que permanezca en mi lugar”. Su preocupación primordial fue la de preservar el Santísimo Sacramento de cualquier profanación por parte de la chusma. Con la impávida serenidad de los santos, escribió de su puño un breve testamento, que es comparable con las más sublimes páginas de la historia de los mártires. La mayor parte del tiempo lo pasó en oración, en la capilla del colegio aledaño al templo, y regentado por las  religiosas Eucarísticas, donde había reservado una última hostia consagrada. A una de ellas, que en algún momento se acercó para insinuarle que se retirara a descansar un poco, le pidió: “No me interrumpa, hermana, estoy preparándome”. Y cuando fue inminente el ataque a ese  lugar, a la capilla, él consumió la sagrada forma que había dejado en reserva. Fue su viático. Luego, revestido aún, se postró de rodillas ante una imagen de la Virgen Santísima. En esa posición lo halló uno de los forajidos, que lo arrastró a empellones y golpes hacia la calle, donde, vociferantes y ebrios, lo esperaban los insensatos amotinados,  enceguecidos por el odio.  Insultos y atropellos llovieron sobre la víctima; llegados a una esquina del parque, un machetazo lo hirió gravemente en el rostro y el cuello, y le hizo caer de hinojos, desangrándose; “Padre, perdónales; todo por Cristo”, exclamó; fueron sus últimas, sublimes palabras, que nos remiten a las del mismo Cristo desde lo alto de la Cruz: Padre, perdónalos, no saben lo que hacen. Un varillazo aleve que lo desnucó fue la respuesta a sus palabras de perdón. Allí expiró, y sobre su cuerpo exánime continuaron cayendo por algunos minutos patadas y garrotazos. Tirado en el andén quedó hasta la noche el cadáver del santo sacerdote sacrificado; en una volqueta fue llevado, y lanzado a un zanjón, a la puerta del cementerio, donde al día siguiente, después de despojarlo de su sotana, el sepulturero le dio una triste inhumación, en tierra, sin ataúd; sólo dos días después recibió una sepultura algo más digna, en la que reposó hasta cuando, 22 días después, fueron exhumados los restos venerables y conducidos, en procesión colmada de honores y veneración, a su tierra natal de La Plata; eso haciendo varias estaciones, la primera de las cuales fue aquí, en Ibagué, donde, recibido el cortejo en la iglesia del Carmen, fue atraído en hombros hasta esta catedral, y tras una solemne celebración exequial  presidida por el señor Obispo , fueron velados los restos mortales del mártir en la capilla del seminario. “Pienso que el Padre Ramírez, dijo ese día monseñor Rodríguez, es un verdadero mártir; por eso lo honro, y le encomiendo mi vida, mi diócesis y mi seminario”.

He ahí, a grandes y rápidos trazos, la trayectoria admirable del Beato Pedro María. Una vida en la que brilla con luz propia la auténtica santidad de un seguidor de Jesucristo. ¿Qué nos queda? Nos queda, ya lo hemos dicho, el deber de glorificar a Dios en la persona de su siervo, y agradecerle el habernos dado en él a un modelo, y a un intercesor; nos queda a nosotros, sacerdotes, el deber de comprometernos a recoger la herencia espiritual de sus virtudes y esforzarnos en su imitación; les queda a nuestros jóvenes, y especialmente a los alumnos del seminario, descubrir, contemplando su vida, cuán hermoso es consagrar la propia existencia a la causa de Jesucristo, y cuán necesario  abrigar y defender grandes ideales de perfección y de servicio; nos queda a todos, ya lo decíamos al principio, sentirlo como nuestro, promover su conocimiento y su culto; acogernos a su intercesión; tenerlo como nuestro abogado ante el Padre para alcanzar las gracias que necesitamos. Nos queda el deber de orar para que un día no lejano, por la canonización, sea nuestro beato glorificado aún más. Permítanme, para terminar, sugerirles a todos, de manera apremiante, que pidamos su intercesión especialmente por las vocaciones sacerdotales. Él tuvo, entre sus preocupaciones pastorales, esta del cultivo de las vocaciones. Constituye esta una de las grandes urgencias de nuestra Iglesia particular. ¿Por qué no proponer a nuestros jóvenes el ejemplo y la vida del Beato Pedro María como un ideal hermoso y cautivador? ; ¿por qué no constituirlo en el patrono especial de las vocaciones al sacerdocio entre nosotros? ; ¿por   qué no lanzar, con su nombre y bajo su santo patrocinio, una campaña intensa y ferviente para pedir al Dueño de la mies que envíe obreros a su campo?.

Dispongámonos ahora a celebrar, presididos por el Señor Arzobispo, la Eucaristía, para dar rendidas gracias a Dios y para honrar la memoria de quien, desde el cielo, es nuestro modelo y protector, el Beato Pedro María Ramírez, el Mártir de Armero. Correo: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.