18 April 2024
 

 

 

 

14 Marzo 2014.  En no pocas ocasiones escucho de amigos o conocidos, fieles cristianos ellos, que buscando dialogar, pedir un favor o solicitar un servicio ministerial al sacerdote de su comunidad parroquial, se han encontrado con ministros que revelan ser hombres de Dios, amables, solícitos, generosos, sencillos y bondadosos. Pero por otra parte, con dolor y pena ajena, también se han encontrado con sacerdotes no disponibles, afanados, malgeniados, psicorrígidos y distantes. Muchos de estos, incluso, los han notado que cumplían su deber más por obligación que por convicción personal.

 

Ante esta realidad, me pregunto varias veces: ¿Para qué nos ordenaron? ¿Dónde quedó la ilusión de ser sacerdote a imagen de Cristo: amoroso, misericordioso, servicial, generoso y entregado, que seguramente se soñaba en el seminario? ¿Qué llevó a que algunos ministros hayan perdido el cultivo de su identidad, espiritualidad y misión? ¿Qué faltó en el proceso de asimilación de lo recibido en el seminario?  Fuente: Conferencia Episcopal de Colombia. Autor:  Pbro. Juan Álvaro Zapata Torres. Director departamento de ministerios ordenados, Colombia.

Estoy seguro que en la mayoría de los casos, la formación en el seminario fue adecuada, el problema puede venir de una falta de compromiso de los candidatos al ministerio por asumir lo que los formadores les enseñaban, o por otro lado, que el presbítero dejó de lado, en el paso de sus años, la esencia de su consagración, la cual brota de una íntima, permanente y continua relación con el Señor Jesús, para favorecer en cada etapa de la vida y del ejercicio del ministerio, la identificación plena con todos los sentimientos del Buen Pastor, como lo enseña Filipenses 1, 1-11.

A propósito de esto, la Iglesia ha manifestado de muchas formas y en repetidas ocasiones, que el sacerdote actúa "in persona Christi capitis" y como lo dirá san Pablo, refiriéndose a todos los cristianos, ha de ser "alter Christus". De ahí que el ministro tenga la gran responsabilidad de ser testigo de la experiencia de la fe, de la Persona de Jesús, y en todo, ser transmisor del Evangelio. Por ende, no cabe y no debería ocurrir que un presbítero convierta su ministerio como si fuera una profesión, es decir, que su vocación la desarrolle como función y que su servicio lo preste por horas o se permita maltratos, intransigencias y psicorrigidez en su relación para con los fieles.

El sacerdote de hoy no puede ser comprendido como quizás algunos lo entendieron otrora, como grandes jefes de ciertos terrenos donde se hacía lo que él ordenara gustara o no a sus feligreses, en pocas palabras, como terratenientes. Esta visión aunque nunca ha sido promovida por la Iglesia, no han faltado quienes sí la han asumido en su ministerio. Como decía, hoy no estamos para esa forma de entender el sacerdocio. En la época actual, el sacerdote ha de ser un hombre de Dios o no perdurará en el tiempo.

Mis amigos y todos los fieles cristianos necesitan ver sacerdotes del pueblo y con el pueblo, como lo ha indicado Aparecida y como nos lo revela diariamente el mismo Papa Francisco. No por estar en medio de la gente perdemos nuestra identidad, al contrario, se engrandece y se legitima más en medio de la sociedad. Por consiguiente, no podemos darnos el lujo de seguir maltratando o mostrando pereza a la hora de servir, como si fuéramos el único referente que el mundo tiene. Es inadmisible que hoy existan ministros que ponen problema por todo, que nunca tienen tiempo para escuchar a la gente, para confesar, para ungir a un enfermo, para celebrar dignamente la eucaristía y que predican cualquier cosa por salir del paso.

Creo que se han de aunar fuerzas en la formación de los futuros ministros y en los que ya son ordenados a través de una sólida y permanente formación en todas las dimensiones de la persona, para que no perdamos de vista quién nos llamó, lo que implica seguirlo y lo que hemos de dar en el ejercicio del ministerio a lo largo de toda la existencia. De igual manera, que reconozcamos lo que Dios espera de sus discípulos y misioneros; que reavivemos el carisma que el Señor depositó en nosotros y lo confirmó con la elección que hizo la Iglesia.

Los creyentes anhelan ver presbíteros con corazón de Buen Pastor; presbíteros misioneros que rompemos barreras y nos lanzamos, llenos de caridad, a todas las periferias y necesidades de la gente; presbíteros servidores comprometidos con todos, especialmente los más débiles, olvidados, alejados y excluidos. Sólo de esta manera podremos terminar nuestra vida y vocación teniendo la certeza del deber cumplido y merecedores de las Palabras de la Sagrada Escritura: "Venid hijos de mi Padre, porque tuve hambre, sed, estuve desnudo, forastero, en la cárcel, enfermo...y me auxiliaste". (cf. Mateo 25, 31-46)